domingo, 22 de junio de 2008

UN LAMENTO ENTRE MUCHOS CANTOS

Un lamento entre muchos cantos / José Carlos Yrigoyen




Tenía razón Gregory Corso cuando decía que la poesía y el poeta son inseparables: por eso, a la hora de escribir esta ponencia sobre ciertos aspectos sobre la poesía -y, por mi imposibilidad de tomar por las astas ese ente tan abstracto llamado poesía, prefiero hablar de mi poesía- me ha sido imposible no relacionar mi experiencia personal en este asunto con los temas propuestos en la pauta. Desde el principio, pues, mil disculpas. Por lo visto, lo que aquí interesa es sobre todo hablar de la relación del lector con la poesía que escribo. Hablar de los lectores de mi poesía es, para mí, como hacer un estudio de los nómades de Botswana: sé que existen, pero ignoro casi todo de ellos. Sé que son pocos, como ocurre con todo poeta que recién empieza y ha publicado uno o dos libros; me imagino, por los pocos que conozco, que casi todos ellos son tan jóvenes como yo, que estudian en las dos o tres universidades de Lima que tienen cierto roce cultural con lo que pasa en la aldea literaria, y que, casi todos ellos (ay) escriben poesía. Lizardo Cruzado, cuya poesía dicho sea de paso me gusta mucho, alguna vez dijo que los poetas de su ciudad, Trujillo, se leían entre ellos, se criticaban entre ellos y se odiaban entre ellos. En realidad no es muy diferente el panorama respecto a Lima. Reconozco que alguna vez he caído también en ese jueguito de amar y ser amado, odiar y ser odiado, criticar buenamente y destruir. Creo que es inevitable. A falta de verdaderos lectores uno tiene que creer que no habita un mundo muerto. Y hacer todo lo posible para creérselo, aunque sea saliendo de esa pradera agreste con los huesos de un hermano poeta entre los dientes.


No existiendo, pues, una verdadera comunicación poeta-lector, no tendría otra alternativa que pasar por alto las pautas a ese respecto (incluyendo una sobre la "jerarquía" entre ambos, cosa que terminó apasionándome hasta que me di cuenta de qué se trataba), pero pensándolo bien, sí creo que persiste todavía -aunque cada vez más diezmada- una forma de comunicación pública entre poetas y lectores, y se da en las páginas de cultura de ciertos diarios y revistas. Algunos la llaman crítica, pero yo no sería tan condescendiente con esos voluntariosos lectores que alguna mano oscura pone a escribir reseñas cada sábado o domingo para, en la mayoría de los casos, pontificar sobre cuestiones en la que su ignorancia es manifiesta (cuando no su mala voluntad) y dictar los débiles cánones sobre qué libro de poesía pasa la criba y cuál no. Hace poco, casi con envidia, leía en ese tomito sobre los poetas del 70 llamado Estos trece una crítica de José Miguel Oviedo (¿Qué opinará de sus sucesores el severísimo?) al primer libro de Abelardo Sánchez León, Poemas y ventanas cerradas. Qué diferencia, la verdad, entre ese artículo y lo que se perpetra cada fin de semana en las páginas de El Comercio, la República y muy de vez en cuando Expreso. Oviedo diseccionaba el libro de Sánchez León con una habilidad y un rigor que me hizo dar cuenta de que si la poesía del 60 y 70 tuvo el éxito que conocemos, no fue tanto por los buenos poetas jóvenes de entonces (en algunos casos, excelentes) sino por el aparato editorial y crítico que los lanzó y los popularizó. Y en ese entonces ellos se quejaban del poco apoyo oficial, del nulo estímulo para escribir. Creo entonces que si Jorge Pimentel y Ramírez Ruiz hubieran sido poetas jóvenes de los noventas y no de los setentas, seguramente se habrían suicidado. En ese entonces existía Textual, la buena revista del INC; la ineludible Amaru; se publicaron en un transcurso de cinco años tres antologías fundamentales que hasta ahora son libros de consulta y modelaron el contexto poético de esos años, a saber: Los Nuevos, de Leonidas Cevallos Mesones, Antología de la Poesía Peruana, de Alberto Escobar, y la ya referida Estos Trece, de Oviedo; existía el Premio Nacional de Poesía, que promocionó a Martos, Cisneros, Ortega, Juan Cristóbal... en fin. Nosotros, hoy por hoy, no tenemos nada. Si en los últimos diez años ciertos reseñistas se han quejado de la escasez de nuevos poetas de valor, no es porque ahora los jóvenes escriban peor que antes; hay por lo menos un puñado de individuos que han publicado libros muy buenos, pero los voluntariosos lectores de los diarios a los que me referí más arriba o no lo han captado, o, mucho me temo, no lo quieren captar. No digo que estos poetas sean voces ya definidas (con la excepción de un par a los que ya me referiré) pero son propuestas en gestación que ya han demostrado ciertos atributos que los ponen más arriba de nuestro alicaído promedio. Por estos días, a guisa de ejemplo, Renato Cisneros ha publicado su segunda colección de poemas, Máquina fantasma. No es un poemario que vaya a sembrar un hito decisivo en la literatura peruana, no ha ganado el Premio Maldoror ni el Casa de las Américas, ni siquiera trae influencias nuevas o renovadoras. Sin embargo es un buen libro de poesía, que demuestra una evolución en el lenguaje y en los temas de Renato, un libro que tiene algunos poemas logrados y que anuncia una voz propia e importante para los próximos años. La crítica se ha comportado con este libro haciendo eco al título de la obra de Renato: como un andamiaje espectral que ni las palabras ni los cantos materializan. Ni una sola crítica (Crítica, ¿eh? no me refiero a las reseñitas estilo "recomiendo este libro" que están muy bien para la página de lo que está cool de Vanidades a la hora de comentar la última novela de Isabel Allende, pero no para la página cultural del diario más importante del país), ni un sólo comentario de interés, nada. A veces me pregunto si es falta de ganas por dedicar espacio a la obra de un poeta que se está ganando el derecho a piso, si es que los reseñistas nos quieren poner a prueba como el demonio lo hizo con Cristo paseando por el desierto. No comprendo, tampoco, cómo ha pasado desapercibido (esa es la palabra) el excelente primer libro de Víctor Coral, Luz de limbo. Este sí que es un libro verdaderamente importante, portador de una voz propia, llamativa, y que, sobre todo, rehuye con decisión todo tipo de retórica y artificio, enfocando los temas con la sencillez de quien se siente seguro de tener algo que decir. Creo que en diez o veinte años este libro, así como los de Martín Rodríguez-Gaona, van a recibir el reconocimiento que merecen; por ahora, ni Coral ni Rodríguez Gaona, a pesar de ser buenos poetas -entre lo mejor de estos años- y estar ya en la base tres, no han sido objeto de un solo estudio rescatable. Ni de una crítica seria. Se prefiere antologar en lo referente al capítulo de los noventa a Eduardo Rada o a Marita Troiano, vaya usted a saber por qué (No tengo nada contra Rada y Troiano. La poesía de ambos no me gusta, pero su inclusión entre los poetas de estos años me parece dudosa más que nada por motivos cronológicos, pues siendo yo un poeta del noventa también, ellos podrían ser mis viejos). Pienso que la maltrecha crítica peruana de estos años al menos funge con ser lo más cercano que tenemos a la opinión de los lectores estándar con derecho a voz y voto. Y son lo más aproximado, me parece, a ese lector del que se habla en la pauta que me alcanzaron. Esa es nuestra tragedia. No sólo con toparse con la dura realidad de que tenemos una crítica desalentadora y que no toma en serio su papel, sino que la gran mayoría de veces, cuando no hay mala fe de parte de ella, es evidente una gran incompetencia. A veces tengo la impresión de que Greta, mi novia, me ha dicho cosas mucho más acertadas e interesantes sobre lo que escribo que la mayoría de reseñistas locales, los cuales, si bien no tienen la obligación de entenderme, sí deberían tener al menos el decoro de leer los libros completos (más de una vez he tenido la sospecha de que los hojean como quien pasa de mala gana las páginas del PCWorld del año anterior que se encuentra en la mesa de espera de una recepción, por lo que he sacado de sus impresiones, al menos). Y hasta aquí lo referido al mundo exterior. Cito una vez más a Corso: "De modo que sostengo que la condición del poeta en la tierra hoy es miserable. La oscura noche de la incertidumbre todo lo cubre, y este agente necesario, otrora agente de la belleza, es ahora el recipiente de la certeza. Por esta razón debe existir el poeta. El poeta se endereza hacia la certidumbre." No estoy muy de acuerdo con esto último, pero quién soy yo como para no estar de acuerdo.


En lo que se refiere a la poesía en sí, los demás puntos de la hoja de pauta son interesantes, sobre la estructura del libro y la dinamización de la hoja en blanco, creo. Ya los tocaré alguna vez. Pero antes de hundirse en estos temas intrincados, pienso en que si hay pocos lectores de poesía, si el poeta de estos años no logra tener un público, es por algo que va más allá de la composición de sus poemarios. La poesía de estos últimos años, con algunas excepciones nobles, se ha vuelto, sin más rodeos, aburrida. Toca temas y posturas que no sólo no interesan a los que leemos poesía, sino que sin duda son poemarios para no ser leídos, sino comentados por críticos que, como dije, no estilan leer los libros que comentan, para marcar una pose, o qué se yo. Lo cierto es que hay una onda culturosa en algunos poetas de aquí a esta parte que no sólo no me agrada, sino que me parece hasta peligrosa si es que se aspira a lograr un diálogo con un lector, un lector ni siquiera masivo, sino decentemente minoritario. No quiero decir con esto, para nada, que los que escribimos poesía debamos rendirnos al gusto del lector común y rehacer nuestras propuestas. Eso también es una aberración. El lector no puede ser nunca el patrón de lo que el poeta produce, es verdad; pero el poeta tampoco puede vivir elitizado y creyéndose (como lamentablemente sucede) un ser más culto e inteligente que el lector medio, al que le muestra algo de una luz propia y redentora para clarear en algo tanta opaca ignorancia. No sólo porque así el poeta estará condenado a jugar un juego cerrado y sin posibilidad de cerrar el anillo del diálogo con quien lo lee (que, a fin de cuentas, es una de las aspiraciones de quien publica, vamos) sino porque el mismo libro del poeta tenderá a perder su valor expresivo con el tiempo (Y aunque sea en el terreno de la narrativa, cualquiera que sepa en qué cayeron luego de veinte años los libros de Néstor Sánchez me dará la razón). Esto no significa que tenga algo en contra de la experimentación o la propuesta del campo alógico barthesiano. Para nada, en realidad: mi primer conjunto de poemas, El libro de las moscas, dicho sea de paso el más experimental de los tres que he escrito, es un libro casi planteado de espaldas al lector, cuyos textos se desplazaban deliberadamente en el límite de la comprensión, y a pesar de que es un poemario que cada día me gusta menos (Sí, yo también caí en esa maldición de despreciar al primer hijo literario, qué le vamos a hacer) no me gusta menos por la cuestión experimental sino por las obvias influencias que carga. Lo experimental está muy bien cuando se sustenta en una propuesta interesante, lo mismo cuando se escribe el libro más clásico del mundo. Intentar otros caminos no puede justificarse por el solo hecho de hacerlo: no debe olvidarse que cuando se experimenta (si es que en esta época en que las vanguardias han muerto se puede experimentar en el sentido estricto del término) por experimentar, el producto en sí termina siendo un cascarón vacío. Y con muchos cascarones vacíos he terminado encontrándome en los libros de jóvenes poetas. Eso es evidentemente una falta de perspectiva, creo. Y esa carencia de perspectiva, de saber dónde se puede ir, es uno de los grandes problemas de la poesía peruana de los últimos diez años. El poeta joven actual, salvo honrosas excepciones, parece no tener qué decir; por eso son pocos los que abordan los temas directamente, sin ropajes retóricos ni experimentos burdos. Por eso me gusta la poesía de Rodríguez-Gaona, de Cruzado y de Coral. Por eso creo que Renato Cisneros y Roberto Zariquey, por ejemplo, son dos poetas muy jóvenes que van en buen camino: dicen las cosas con la simpleza de quien esta seguro de tener en qué sostener su discurso, nos guste o no lo que digan. Eso, en definitiva, es lo de menos. No hay que ser mezquinos con ellos. Hay que ser mezquinos con los que persisten en la poesía complaciente que acaparó los años ochenta y desean ser epígonos de poetas mayores a los que ya se les acabó el camino hace rato. Pero, Deo Gratias, cada vez son menos. Creo que con los nombres que he mencionado, y otros más que se me olvidan o no conozco porque no han publicado, sumados a las de otros viejos conocidos, como Miguel Ildefonso y Lorenzo Helguero, por fin, luego de mucho, excesivo tiempo, podemos hablar de una poesía diferente, propia de estos años, que no tiene deudas (al menos no demasiadas) con lo que se hacía antes. Es un buen punto para comenzar a no sentirse habitante de un yermo mudo. Y claro, está el Tino Díaz, que si bien es un poeta que muchos poemas no tiene, siempre saca algo de la manga para hacerle recordarle al mundo que la poesía peruana joven existe. Digamos que es el que nos auspicia con la realidad.


Ahora, de seguir abordando este asunto, seguramente el siguiente punto a tratar sería el de mi propia poesía, de cómo ha surgido y la he trabajado en estos últimos años. Pero la verdad es que desde que he publicado mi primer libro apenas han pasado cinco años y recién a principios del 2003, si es que las cosas marchan, podré poner en prensa mi tercer poemario, Lesley Gore en el infierno. Son 15 poemas que he ido trabajando en los últimos meses y no tienen nada que ver con lo que he hecho antes. Lo que sí, son muy autorreferenciales, por lo que creo que podrá explicar mucho mejor que este conjunto de ideas sueltas lo que es mi poesía y lo que quiero hacer de ella. Así que no tengo más que decir. Sabrán disculparme.