lunes, 30 de junio de 2008

GÁLVEZ,CABRERA Y RODRÍGUEZ ZAVALETA

Gálvez, Cabrera, Rodríguez Zavaleta: un acercamiento a la poesía peruana de los 90 / Selenco Vega Jácome




Dentro del panorama literario peruano, hablar de generaciones se ha convertido en un tópico recurrente, que de modo casi siempre errado, sirve a los críticos para separar nuestra producción literaria en compartimentos estancos. Casi todos se empeñan en clasificar -deformando los postulados de Ortega y Gasset al respecto-, a nuestros autores y sus escritos en periodos predecibles que se abren y se cierran cada diez años, en ocasiones cada cinco.

De este modo, sólo en el caso de la poesía, se suele hablar de una generación del 50, otra del 60 y así sucesivamente, procurando encontrar entre los poetas de una y otra "generación" rasgos que los definan, que los enfrenten; en suma, que los hagan diferentes.

El problema con esta catalogación, de por sí arbitraria, es que impide ver la continuidad y la influencia innegable que, como vasos comunicantes, enlaza la producción de unos poetas y otros. Sólo a partir de una influencia que, en manos de gente talentosa, se tamiza y se convierte n algo nuevo, vivificante, es como se va formando una tradición. Y la poesía peruana, por lo menos la escrita en el siglo XX, constituye de por sí una tradición vasta y rica, precisamente porque se ha ido construyendo lenta y paulatinamente, no sobre la base de "generaciones" enfrentadas radicalmente unas con respecto a las otras, sino sobre la base de una asimilación productiva de la herencia poética anterior. Moro no se entiende sin Eguren, así como Watanabe no se entiende sin los aportes anteriores de Marco Martos y Antonio Cisneros, aun cuando pertenezcan a "generaciones" diferentes.

Este es, a nuestro parecer, el caso de la poesía que se ha escrito a lo largo de la década de los noventa. Hablar de una generación de los 90 nos parece un error. Ortega entendía "generación" como un nuevo cuerpo social íntegro, con una trayectoria vital determinada. No puede haber, desde esta perspectiva, una generación sólo poética o, incluso, sólo literaria. La poesía de los años 90 parece más bien ser un conjunto bastante heterogéneo de nombres, donde no se puede hablar de un solo poeta "representativo", sino de varios, depende de la línea por la cual hayan decidido transitar. Estos poetas parecen haber recogido todo el abanico de posibilidades que enmarcan la producción poética nacional, desde Eguren hasta Verástegui, haciéndola confluir en una amalgama de posibilidades diversas, una amalgama que aún no cuaja, es cierto, pero que ha hecho que un intuitivo por excelencia, como Pablo Guevara, anuncie con optimismo "una gran fusión" de nuestra poesía, en los próximos años.

Ya Luis Fernando Chueca ha reconocido, junto con el enorme número de primeros libros publicados a lo largo y ancho de la década, la heterogeneidad radical -aunque no necesariamente enfrentada, según él- de nuestra poesía última, en un artículo de título bastante explícito: "Consagración de lo diverso: Una lectura de la poesía peruana de los noventa". Nosotros quisiéramos contribuir a la discusión de tales ideas, centrándonos en la producción de tres jóvenes poetas peruanos aparecidos entre 1995 y 2000: Este trabajo, cuya intención es diversificarse en un futuro próximo, pretende rescatar el valor de tres propuestas literarias que, siendo diferentes entre sí, comparten, no obstante, una común y nunca negada inserción -a diferencia de las posturas parricidas que caracterizaron a los poetas de promociones anteriores- en el vasto espectro de propuestas de nuestra poesía.


1. Libro de Daniel: Entre Chilape y el Estigia

Publicado en 1995, Libro de Daniel, de Javier Gálvez Zulueta (Chiclayo, 1966), es un poemario caracterizado por un solvente manejo discursivo que, al bastarse a sí mismo, crea un espacio autorreferencial de ricas reminiscencias familiares. Se inserta de este modo a una antigua tradición poética peruana abierta por Valdelomar y continuada por Vallejo, Guevara y buena parte de los poetas del 60 y 70. Esta característica temática de Libro de Daniel se complementa con la notable disposición de su estructura, la misma que confiere al conjunto unidad como obra artística, precisamente aquello que Charles Baudelaire reclamaba en un poemario moderno.

Estructuralmente, Libro de Daniel posee tres secciones, cada una de las cuales representa sucesivamente a las parejas madre-individuo ("Bajeles"), individuo-origen ("Imágenes para fijar la mar") y padre-individuo ("Libro de Daniel"). Y es que, como totalidad, el poemario se erige como un tránsito vital del yo poético, que busca configurarse y configurar su origen y destino, a través de una constante alusión a los valores de su infancia y de su pueblo rural (Chilape).

"Bajeles", sección primera dedicada al lado femenino de su estirpe, parte precisamente de un recuerdo-apelación, a la abuela Eleonor:


De niño mi abuela me sentaba en sus rodillas. Sus manos tibias / olían a cebolla y el color de sus ojos no recuerdo. Al fondo las sábanas en el cordel eran más verdes, verdes o / amarillas según soplara el sol sus peces más callados. / Cerca de la cocina hay un balde con miel de abeja y algunas moscas subiendo... (p. 9)


En varios poemas, las frases comienzan en pretérito y luego se transforman, de modo esporádico, en presente. Esta estrategia resulta significativa y eficaz, por cuanto permite al yo la actualización de sus recuerdos, recuerdos que son la llave maestra que permite el inicio de la configuración de sentido en el libro.

Es significativo, también, que en este poema inicial se haga alusión a la imagen de la mar (así, en femenino), y a la figura de Odiseo, el héroe griego. Esto lo podemos entender si vemos la imagen del yo poético fundiéndose con la de Odiseo, iniciando aquél el viaje de vuelta al hogar (de la infancia), atravesando la mar (o la madre, en un sentido amplio). Así pues, no es de extrañar que otras figuras de la mitología griega sean nombradas en el poemario (los ojos del Cíclope, las norias o el prado de Asfódeles), y que el título elegido para esta primera sección sea el de "Bajeles" (buques). Es también interesante el modo de introducir, por parte del yo, elementos de la cultura occidental a través de esta simbología (cultura a la cual el yo parece, por otra parte, bastante adscrito).

La segunda sección, "Imágenes para fijar la mar", contiene, como ya apuntamos, a la pareja individuo-origen. Es la constante apelación a la fuente primigenia. Varios estudios psicoanalíticos (como los de Gaston Bachelard, en El agua y los sueños) han relacionado la figura del mar con la de la madre, como fuente y origen de los hombres. Esto se hace patente en varios poemas de "Imágenes...


"Si la mar existe es porque repites la ola que surge de la infancia y ves en el retorno de las aguas / los cuerpos que se juntan al salir de las cavernas." (p. 21).


"¿Cuándo llegaremos a las fuentes?/El vientre de tu madre es una gruta de metales que no has vuelto a tocar. Quizás nunca la tocaste." (p. 37).

"Has olvidado el olor de tu madre, sí, has olvidado su crianza. Y ahora temes la pintura de una infancia donde un pequeño se baña en una acequia sucia e infinita y vuelve a casa y nada pierde." (p.35).


Precisamente, es el retorno a la casa lo que constituye la tercera y última parte del libro. Y es el retorno aquella instancia donde el yo se confronta, no ya con el recuerdo de la madre y el origen que ella representa, sino con la figura paterna y los elementos que circundan su ambiente rural, y que son los del abuelo Daniel Zulueta.

Así pues, los ojos del Cíclope, los caracoles y el prado de Asfódeles, se confrontan con las garzas taciturnas y con las funestas lagartijas de colas apagadas del lugar, con la alfalfa y con otros elementos rurales, lo cual constituye un interesante indicio de la lucha entre los elementos foráneos (pero asimilados por el yo poético) y lo autóctono.

Esta confrontación lo es también, en un plano más íntimo, entre la imagen del yo y la del abuelo, que se resuelve en un destino similar para ambos, que es el de la irresolución y la ignorancia de ese destino, solamente que con distinto sesgo: mientras Odiseo / yo recurre a las monedas de las norias griegas ["Antes que la moneda toque el fondo, ya tú / habrás crecido./ Lanza, lanza una moneda al fondo de las norias./ El temblor de agua es la infancia que ahora copias." (p. 51)], el abuelo recurre al sacrificio de las lechuzas (de notable significación prehispánica), buscando espantar la mala suerte, es decir, el destino final, la muerte.

Estas coordenadas, que a nuestro entender guían la unidad básica de Libro de Daniel (recordemos que ninguna lectura agota las posibilidades de significación de las obras de arte), cuenta con un aliado de primer orden en el otro componente formal básico del texto: el tipo de discurso empleado.

Libro de Daniel participa de una narratividad en el discurso poético que, por lo menos desde los años sesenta, se halla presente en nuestra tradición literaria, y que se transforma, sobre todo en la tercera parte del poemario, en un discurso apelativo coloquial que permite al yo acceder a la exploración del espacio cotidiano de la infancia.

Pero no es todo. Hay en la segunda parte del libro, una riqueza de imágenes que nos muestra un discurso poético tributario del legado de Saint-John Perse, en Anabasis, o del griego Giorgos Seferis). Esta riqueza expresiva no es gratuita, y responde, desde nuestra perspectiva, a la necesidad de hurgar ya no en el espacio cotidiano, sino en las entrañas mismas del subconciente, por parte del yo poético. De este modo, Libro de Daniel, sin dejar de constituir una apelación a la infancia y a la familia provinciana, constituye también una rica reflexión sobre el individuo, sobre la fragmentariedad de su conciencia.


2. El universo de los lugares vacíos.

A diferencia de Gálvez y su inserción en un imaginario provinciano, la ópera prima de José Gabriel Cabrera Alva (Lima, 1971), El libro de los lugares vacíos (1999) instaura una búsqueda más interior y menos referencial: la de la sabiduría por medio de la contemplación y el equilibrio. Uno de los mayores méritos de este libro lo constituye su carácter unitario, difícil de lograr en un primer poemario. En efecto, tanto en el nivel temático como en el formal, los poemas de El libro de los lugares vacíos se comunican y enriquecen unos a otros en una suerte de vasos comunicantes, dotando de sentido global a la obra.

Con respecto al nivel temático, este libro se presenta básicamente como una reflexión sobre el lenguaje, sobre el valor de las palabras que, más que nombrar a las cosas, les restituyen el significado original que las liga con la tradición y la historia:


"No temas a los dioses / que crecen en tu cuerpo o en la naturaleza / recuerda que sólo son imágenes / cuyo lenguaje es secreto pero amable / por eso deja que tu boca se ilumine / con sus sagrados símbolos" (p. 25).


En la búsqueda de este significado primordial -que en el poemario se asume como sinónimo de sabiduría-, el yo poético se vale de referentes en apariencia disímiles, incluso contradictorios, como son los elementos de la realidad cotidiana, animales diversos o símbolos propios de la tradición oriental; sin embargo, estos referentes son conjugados con destreza y permiten el triunfo de la mirada, del ojo reflexivo del poeta que extrae de ellos realidades nuevas:


"Fijémonos en el caracol / con qué modestia arrastra su casa / para sentirse seguro / He allí el mito de todo lo que es puro:/se protege del peligro / para poder avanzar" (p. 37).

O este otro:

"El Tao no es un libro sagrado / es una oruga / Por eso / si tienes una planta en casa y lo encuentras / no lo eches / ... / Qué importa si en apariencia / no deja intactas tus hojas / pues pronto le crecerán alas si lo dejas cerca de ti" (p. 35).


Por eso, más que el libro de los lugares vacíos debería considerarse como el libro de la contemplación que surge a través del lenguaje (poético). El lenguaje es visto y asumido como el sonido primordial que instala al individuo en la habitación original del orden: "...convierte cada sonido en presagio / tu voz habrá de ser / pura y evanescente / así te acercarás / al mito de la naturaleza" (p. 27).

Así, todo el libro termina convirtiéndose en una suerte de arte poética -propuesta ensayada en nuestra tradición por poetas de la talla de José Watanabe, Carlos Germán Belli y Javier Sologuren- en una manera de asumir el ejercicio de la palabra, en consonancia con la contemplación de los elementos y la búsqueda de la sabiduría:


"El lenguaje del universo está en cada cosa que coges / si no agredes el ritmo / natural que la conforma / Míralo siempre todo / como una flor cerrada / que se abrirá si la observas / respirando su luz" (p. 57).


Con respecto al plano formal, dos características comunes a todos los poemas y que aseguran su unidad como conjunto es la brevedad de sus versos, así como el predominio de los poemas en segunda persona. Ambas características formales se engarzan convenientemente a través de un discurso de naturaleza reflexiva. En este sentido, es importante resaltar que el empleo de la segunda persona en este poemario tiene la virtud de resultar plurisignificativa: por un lado, parece remitir a un interlocutor (un "tú" que podría ser cualquiera de nosotros) a cuya capacidad de reflexión apela el yo poético bajo la apariencia de un diálogo. Por otro lado, el empleo de la segunda persona puede significar un claro indicio de autorreflexión, una situación comunicativa en la que el sujeto poético se habla a sí mismo, en un intento de búsqueda de la sabiduría que se esconde bajo la apariencia terrenal de las cosas. Esta ambigüedad interpretativa enriquece la capacidad significativa del conjunto.

Por otro lado, aprendiendo bien la lección de la economía de versos practicada por los poetas del 50, el empleo de versos cortos apoya la funcionalidad y concisión de un lenguaje que, si bien no es árido, tampoco abunda en el uso de recursos retóricos; y es gracias a esta estrategia de concisión que las palabras se constituyen en el instrumento eficaz que permite la búsqueda de la verdad, o que incluso bordea y explora las posibilidades significativas del silencio:


"Los lugares que parecen vacíos / no los llenes / abre tu boca / para que puedas aprender de su silencio..." (p. 61)


No es, sin embargo, que el poeta marche hacia el silencio, como lo pretendía Mallarmé, sino que el silencio es también un lenguaje (el más hermético de todos) que, gracias a su aliada la contemplación, permite acceder al yo a ese otro lenguaje primordial de las cosas. Por eso,


"Cada vez que puedas / deja fluir tus reinos interiores / No es necesaria la prisa / apenas / la contemplación de lo que te rodea / un fragmento de piedra / una textura / pueden ser suficientes / si callas y observas con paciencia..." (p. 53).


Siempre en el plano formal, no deja de llamar la atención la estructuración de este libro en secciones: desde un "Preludio" inicial hasta un "Epílogo" (los que remiten, respectivamente, a la idea tanto de introducción como de conclusión, de descenlace de acciones), pasando por una serie de títulos que sugieren la idea de progresión temporal, progresión que, por otra parte, no notamos en este equilibrado libro. Nos parece que el conjunto hubiera funcionado perfectamente sin la necesidad de su estructuración en secciones. No está demás señalar que, en poesía, las excesivas señales pueden alentar una lectura dirigida de los poemas, cuando lo recomendable es mas bien la libertad, la capacidad de sugerir, antes que de decidir una línea de lectura.


3. Las ciudades aparentes de Rodríguez Zavaleta.

El tercer poeta al que queremos referirnos es Jaime Rodríguez Zavaleta. Su libro, Las ciudades aparentes, parece desafiar, a primera instancia, tanto la obsesión referencial citadina de los poetas del setenta como el discurso coloquial cisneriano; poéticas ambas, practicadas con asiduidad por varios poetas del noventa.

Con respecto a lo primero, ya desde el título el poemario de Rodríguez constituye una provocación: las ciudades que refiere el yo poético son ilusorias, están hechas de palabras y no pretenden -como los horazerianos y sus epígonos- copiar o recrear espacios urbanos "reales".

Sin embargo, Rodríguez conserva de la poesía del setenta la idea del yo como un explorador citadino (pensemos en el Verástegui de En los extramuros del mundo): un individuo que es a la vez un espectador que anota y que padece con sus ojos de asombro:


"Mientras te derrumbas sobre enzimas de cristal / sobre tu cuerpo / bajo las calles un universo ámbar / una urdimbre de deseo / y / recostado en cadenetas de basura / (umbrales que aparecen y desaparecen) / cómo mirarte / zorzal en la hendidura / cómo unir tus pedazos infinitos / tu antiguo cordel de arena" (p. 4).


Es decir, lo interesante de la propuesta de Rodríguez, en este nivel, es que no renuncia a los elementos de la cotidianeidad urbana ("relámpago de taxis", "Prostituta agonizando dulcemente", "todas las latas recortándose", "pasajero recostado en el furioso vagón"), sino que los complementa con imágenes cercanas a lo onírico ("feroz tormenta dibuja este segundo cielo", "Sol o danza de alcatraces en tu boca", "habitación iluminada recorriendo La Ciudad"). Tales referentes, con los que el yo construye su materia poética, se complementan con el tipo de discurso empleado, como veremos a continuación.

Ya apuntamos que Las ciudades aparentes es un poemario que, en apariencia, desafía el discurso coloquialista cisneariano. Deimos "en apariencia" porque tal vez sería más exacto decir que lo modifica, que le da "otra vuelta de tuerca", enriqueciéndolo y ampliándolo según sus propias necesidades. En efecto, no hay una renuncia a ciertos giros cotidianos, aun coprolálicos, en el libro ("recostado en cadenetas de basura", "unos patas filipinos / escarbaron feroces el cemento"); sin embargo, tales giros se dan enlazados con un discurso poético de varia índole: por momentos de retórica simbolista ("la mágica explosión de la noche", "el elevado canto / atardeciendo el furor"), por momentos vanguardista ("Tú que estás bordado de niños como el mito original" es un verso que bien se podría atribuir al Oquendo de 5 metros de poemas).

Tal mixtura en el discurso, y que a simple vista podría resultar inconciliable como proyecto poético, es trabajada con solvencia en este primer libro de Rodríguez Zavaleta. Como ya señalamos, tal eficacia se complementa con la intervención del elemento onírico en el nivel referencial, lo que transforma las calles y el tránsito del yo en un rico viaje por la imaginación y los sentidos. De este modo: "Yo suelo tocar los colores / contemplar el desvanecimiento paulatino / y estar quieto en algún cine / -todas las latas recortándose / en el cielo dorado. / Los bares cayendo de rodillas-" (P. 8)

En resumen, Las ciudades aparentes, así como El libro de los lugares vacíos y Libro de Daniel, constituyen ejemplos saludables del esfuerzo que los poetas peruanos aparecidos en la última década vienen realizando por avanzar en el azaroso camino de la poesía; esfuerzo que en el caso de los tres no significa de ningún modo una renuncia a los beneficios de la tradición.