lunes, 30 de junio de 2008

LAS HORMIGAS NO MUERDEN: BREVE PANORAMA ACERCA DE LA POESÍA SANMARQUINA CONTEMPORÁNEA

Las hormigas no muerden: breve panorama acerca de la poesía sanmarquina contemporánea / Christiam Marcelo Padilla



En la década pasada, por no decir siglo pasado y sonar a discurso historiográfico, nos encontramos con publicaciones de poetas consagrados y otros no tanto por la tradición. Algunos porque recién publicaban su primer libro y otros por simple negligencia de los críticos (o su ausencia). Dentro de estos últimos podemos citar dos libros que merecen ser tenidos en cuenta por los lectores: el primero de Victoria Guerrero (1971) y su poemario De Este Reino (Ediciones los Olivos, 1993) y el segundo de José Pancorvo (1952) y su libro Profeta el Cielo (Alba editores, 1997), ambos ya con el segundo poemario a cuestas. Baste esta mención para hacer justicia a mi arbitrariedad.

San Marcos vive ahora lo que podría denominarse como una fuerte actividad literaria tanto en el aspecto creativo como en el crítico. Nuestro articulo pretende dar un breve alcance y reconocimiento, en especial, a la proliferación de grupos poéticos que han aparecido últimamente en la facultad de letras. Debo ensayar una pregunta de perogrullo: ¿a qué se debe esta ebullición poética y en especial la proliferación de grupos ? Asumo que es parte de nuestra tradición la conformación de grupos poéticos (así como la ebullición poética).

Así tenemos entre los más rescatables a Hora Zero en los setentas, Kloaka en los ochentas y Neón en los noventas. Los dos primeros, poseedores de una fuerte carga política y espíritu iconoclasta. Los tres, (Hora Zero, Kloaka y Neón) incorporaban en sus propuestas nuevos espacios explorados por la poesía (característica reclamada por los mismos grupos), el espacio urbano, el lenguaje coloquial de la ciudad de Lima y sus contradicciones de metrópoli tercermundista. Puede decirse que apostaban en la poesía por la realidad más inmediata. Sin embargo, el tercero, Neón, ya en los noventas vislumbraba los nuevos caminos a seguir: los de la individualidad como respuesta al fracaso de los proyectos colectivos (vividos de la manera más funesta en el caso peruano). Es vox populi la larga permanencia del ejército en la ciudad universitaria, una clara jugada de la dictadura. Recordemos que San Marcos fue intervenida por las fuerzas armadas debido a la proliferación de agrupaciones subversivas y donde toda forma de agrupación estudiantil era calificada como sospechosa de subversión. Prácticamente la mayoría de centros federados fueron desactivados y es recién en 1999 que la presencia del ejército es retirada. Si bien es cierto, estos factores no lo explican todo, creo que de alguna manera han influido en la proliferación, no sólo de grupos poéticos, sino también otra clase de agrupaciones culturales y nos es otra cosa que la llegada de la democracia.

Sin embargo, la intención del presente artículo es dar cuenta del resurgimiento que se ha vivido y se vive en las aulas de la facultad de Letras de San marcos. En efecto, un fin de siglo bastante activo, que tiene que ver además, con la formación de nuevos grupos poéticos. Así podemos mencionar a Sociedad Elefante, el Club de la serpiente, Coito Ergo Sum, Artesanos, Segregación, entre otros. Cabe mencionar que en realidad no sólo en san Marcos encontramos este tipo de agrupaciones, existiendo, por ejemplo Colmena en la Universidad Federico Villarreal, Cieno en la Católica, en fin. Si bien es cierto, estos grupos publican en su mayoría plaquetas, ya algunos de sus integrantes han sacado un poemario. Sin duda alguna la importancia de estos grupos radica en generar canales de lectura, que beneficie a sus propios integrantes.

Es importante recalcar el carácter despolitizado que reflejan estos colectivos. Estamos pues, ante un grupito de amigos que gustan de la poesía y quieren dar a conocer sus textos, que son de los más variados posibles. No hay manifiestos, léase poéticos. Hasta las influencias reflejan esta diversidad, en especial la referida a la tradición nacional. Por eso es fácil reconocer en sus escritos las influencia de Martín Adán, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Rodolfo Hinostroza, Enrique Verástegui, Luis Hernández... Repito, no estamos aquí ante los iconoclastas y parricidas poetas de los setentas u ochentas, sin desmerecer aquélla actitud, claro está.

En sus textos todavía se aprecia la búsqueda de un lenguaje, de un discurso adecuado como muestra de la etapa de aprendizaje en la que se encuentran, la cual es necesaria para la consolidación de su trabajo. Como ya se dijo líneas arriba, las propuestas de estos nuevos grupos radica en la heterogeneidad de estilos, en la utilización del mismo soporte físico: plaquetas, ya sean trípticos, cuadernillos, etc. y también en una no desdeñable agenda de recitales y encuentros de poetas jóvenes.

Finalmente, podríamos definir a estos grupos como una especie de semilleros poéticos, por utilizar un término reservado al fútbol, aunque para nuestra suerte los resultados de los primeros se muestran promisorios y no así con los segundos, causantes del sufrimiento y la vergüenza nacional (al menos para los que les gusta el fútbol). Hay una vieja gloria que no se pierde y esta es la de la poesía.

LA COMUNICACIÓN EN EL ARTE: DESPLAZAMIENTO DEL SENTIDO

La comunicación en el arte: desplazamiento del sentido / Roberto Sánchez Piérola



1.

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Los signos y sus códigos sistematizan el mundo para poder comunicarlo. Códigos como el lenguaje cotidiano, la perspectiva en la pintura, las imágenes en movimiento del cine, etc., nos permiten transmitir información de un modo inmediatamente descifrable por los receptores. Esta sistematización aparece como un modo de conocer el mundo que se vuelve convencional al punto que se puede discutir si existe conocimiento que no sea comunicable, es decir, que no se pueda traducir en signos. Pero cuando queremos comunicar nuestro mundo interior o compartir nuestras vivencias personales o nuestro particular modo de ver la vida en determinadas situaciones tenemos que recurrir a signos convencionalizados que no logran captar las infinitas posibilidades de la experiencia individual. Es allí que interviene el arte - como un modo de comunicar aquello que no se puede comunicar de una manera convencional. Nos presenta una sistematización de signos no convencional, con un código abierto y particular para cada cada obra. La mirada del arte se acerca al mundo como algo cambiante, nunca estático. El artista se enfrenta a lo real, que es pre-sígnico, continuo, no fijo, no convencional, y trata de comunicar sus percepciones sin tener que recurrir a los códigos convencionales, porque ellos no le permiten transmitir la riqueza y complejidad de la experiencia "cruda". El arte abre posibilidades a las experiencias no convencionalizadas por los signos de los lenguajes comunes, y que por lo tanto aún están libres de las restricciones propias de los códigos. El artista busca el mejor modo de comunicar ideas, sensaciones o experiencias recurriendo a formas adecuadas para ello.

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Si entendemos semiotización como el proceso por el cual algo se vuelve signo para alguien, y semantización como el proceso de dar significado a ese signo, entonces el artista semiotiza (hace que las cosas signifiquen) pero no semantiza (no les da un significado fijo). Problematiza la idea de signo, pues su modo de funcionamiento (el simple hecho de que una cosa esté en vez de otra cosa) adquiere un uso particular, lúdico (en tanto que ahora puede ser descifrado desde distintas perspectivas). La dialéctica presencia-ausencia que funda el signo descubre sus posibilidades de acercamiento al mundo más allá de su capacidad comunicativa convencional. La creación de la obra de arte aparece pues como el complejo proceso de codificación de los signos, de invención de un código que permita al lector darles significado desde su propia experiencia.

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El significado que un signo adquiere en un momento, no necesariamente se mantendrá inconmovible, sino que será continuamente reelaborado, redefinido. La continua resemantización de los signos los hace incomunicables en su riqueza, y por lo tanto el acto de recepción de una obra de arte será siempre un acto único e irrepetible.

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El artista parte de lo real para crear signos cuya significación queda abierta para permitir la participación del receptor. Por lo tanto la comunicación artística no es dictatorial, del modo "yo digo esto y quiero que me entiendas tal cual", sino interactiva, del modo "yo propongo esto y relaciónate con ello de la manera que mejor puedas". Si se logra establecer un vínculo, la interacción se da, ya sea en tanto comunicación o contracomunicación. Lo que busca el arte es el contacto, la interacción. El tipo de comunicación que se da en el arte puede ser entendido mejor como inter-acción, como actuar-con-el-otro, respetando su diferencia, es más: asumiéndola desde un prinicpio. El artista propone una obra de tal modo que tenga un efecto en los receptores, así interactúa con su público y las interpretaciones que éste le dé a su obra serán el fruto de un proceso en el que tanto el emisor como el receptor hayan puesto de su parte, no será un proceso de una sola vía.

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El autor ayuda al lector a crear, le da el estímulo para conectarse consigo mismo a partir de la obra de arte. La obra de arte es un estímulo para que el receptor recree una experiencia pero a partir de su propia realidad. Cuando Medea mata a sus hijos nosotros nos sentimos conmovidos no por Medea (un personaje de ficción al fin y al cabo) sino por la idea de que eso nos pueda pasar a nosotros, o por todos los "hijos" que hemos "matado" en algún momento ya sea por celos, orgullo o capricho.

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El signo de arte establece una comunicación interpersonal en el sentido de que lo que puede significar un signo de arte para una persona no necesariamente significa lo mismo para otra, pues sus experiencias de vida son distintas. El arte está en lograr crear una red de relaciones que permita juegos en que el lector irá llenando la obra de significados. Desde la capilla sixtina y las esculturas griegas hasta la pintura cubista y la poesía vanguardista el arte siempre estará proponiendo el juego de las interpretaciones y se mantendrá abierto a muchas de ellas. Su vigencia está en su capacidad de seguir estimulando a los receptores a participar del juego.

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La disolución del mundo al pasar por la percepción del artista problematiza la realidad y se abren las distintas posibilidades de semantización del mundo. El arte semiotiza lo real manteniendo abiertas las posibilidades interpretativas de los signos que crea. El texto artístico no delimita significados ni resuelve nada, sino que abre posibilidades y plantea problemas. No hay Bien ni Mal, sino una mirada que trata de acercarse al mundo para conocerlo de otra manera, no para juzgarlo. La escritura se vuelve arte desde que pierde su pretensión de univocidad, potenciando la ambigüedad o apertura de la palabra.

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El signo funcionará como tal mientras sea capaz de referirse a algo, en algún aspecto, para alguien, más allá de si esa capacidad está fundada en una convención o no. El signo de arte exige la activa participación del receptor en su captación porque no está fundado en una convención. Es más: surge porque la convención no le permite expresarse. Lo que dice es lo que dice de esa manera y de ninguna otra. En el arte (y por lo tanto en la literatura) los marcos que permiten darle significado a los signos no parten de una convención compartida por toda una comunidad lingüística sino que las obras proponen justamente violentar ciertas convenciones y crear con el lector marcos adecuados para ser interpretados. Si bien en la comunicación cotidiana la semantización está convencionalizada por ciertas reglas de uso del lenguaje en determinadas circunstancias, en la literatura la semantización queda primordialmente entre el lector y el texto escrito, tomando en cuenta factores intertextuales (código y reglas propuestos al interior de la obra), extratextuales (código y reglas propuestos al exterior de la obra y en los cuales se inserta, como el idioma o la ubicación espacio-temporal) e intertextuales (código y reglas propuestos por otros textos). Se establece una convención por la cual la comunicación requiere la reelaboración (abductiva), por parte del lector, de un contexto que permita su interpretación. El signo se usa de un modo diferente, y la brecha entre semiotización y semantización se vuelve más grande y menos inmediata en los procesos artísticos. El artista aparece como un motivador de significación, y la obra en tanto semiotización cede importancia ante el acto interpretativo del receptor semantizador. En ese sentido, lo primordial del texto artístico literario no serán tanto sus características ilocutivas (la intención expresada en un hacer), que se mantendrán en un hacer eminentemente semiotizador, sino sus características en tanto acto perlocutivo, es decir, su uso por el lector de acuerdo a la regla que le permite semantizar el texto de un modo diferente a como lo haría con una conversación cotidiana. El texto literario permite distintas semantizaciones no sólo por distintas personas sino también por una misma persona en diferentes momentos. Sus reglas de uso lo permiten, porque en tanto signo, su función interpretante trabaja con menor inmediatez y automatismo la brecha entre la semiotización que produce el signo y la semantización que le da significado, que como lo haría la función interpretante con un signo inserto en otro sistema de reglas comunicativas. La distancia entre el signo y el significado que el intérprete le dará es mayor en el arte que en otros sistemas comunicativos.

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Cada texto de arte debe por lo tanto propiciar una comprensión de su marco comunicativo en tanto que está usando los signos de manera diferente de la convencional. El receptor debe acercarse al juego que el texto le propone. Cada texto tiene reglas particulares que regulan el tipo de comunicación que pretende establecer. Y estas reglas están implícitas en el signo mismo, se construyen internamente. Para ser inteligible el signo de arte debe tener su diccionario incorporado en sí mismo.

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La posibilidad de interpretar un acto de habla depende del reconocimiento de una intención en el hablante, lo cual "es mucho más que reconocer el significado de sus palabras. La comunicación parte de un acuerdo previo de los hablantes, de una lógica de la conversación que permite pasar del significado de las palabras al significado de los hablantes. Pero en la literatura esto no se puede dar si no hay un marco comunicativo y un sistema de regulación de la comunicación (SRC), debido a su carácter diferido: no hay acuerdo previo de los hablantes, sino sólo en el sentido de que está inserto en el marco del arte, lo cual marca una diferencia en el modo como deben recibirse los textos. El discurso artístico ha sido muchas veces considerado como un discurso no cooperativo, que requiere de intérpretes especializados para acceder a la comunicación que establecen los textos. Este mito no se sostiene desde el momento en que tomamos en cuenta que el juego del arte es inventar nuevos juegos cada vez. La institución contempla la posibilidad de ser modificada, y en efecto lo es constantemente. Son los textos que rompen con el canon los que son incorporados a él como literarios. Un texto es incorporado al canon cuando presenta una manera particular de crear su propia realidad. Para lograr comunicar algo de manera artística es preciso inventar una nueva forma de comunicar. Hacer arte es investigar la forma, buscar el modo de dar vida a un texto (a un conjunto de signos) de un modo único e irrepetible que tenga el poder de despertar y ampliar el espíritu y la imaginación del público en un determinado contexto. El modo de representación debe ser nuevo con cada obra, debe proponer nuevas direcciones y cuestionar el modo ya establecido de representación. Como lo real no se puede aprehender de un único modo, el arte justamente lo que busca es proponer modos alternativos, liberarnos de nuestras percepciones fosilizadas. Un arte que vaya en busca de sus propios códigos. El arte busca establecer un entendimiento entre el emisor y el receptor de modo que ambos puedan compartir ese momento mágico de comunicación. Pero esa comunicación debe ser auténtica, no una copia de modos de comunicación anteriores o convencionales.

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Cada texto literario forma su propia referencia al hacer irrelevante su referencia a lo real. Se parte de lo real para luego abandonar cualquier ligazón con ello. El texto literario encuentra su justificación en sí mismo, es un texto al cual se acude por el texto mismo, más allá de la información que contenga y de su estructura lingüística. El texto no es leído porque pueda darnos información sobre la realidad. Si leemos un poemario como una crónica de las experiencias de su autor, no estamos recibiendo el texto como literatura, ya que nos mueven otros intereses que por estar más allá de lo que el texto pretende brindarnos no serán satisfechos. La intención del poeta no es ventilar su vida privada sino provocar en el lector una cierta empatía ya sea emocional o intelectual de modo que se produzca una interacción, una comunicación, un entendimiento. Potenciar la comunicación en tanto inter-acción dentro de los límites del discurso. Actuar - con.

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El signo de arte reemplaza la presencia del enunciador y al hacerlo libera al enunciado del control que sobre éste puede tener quien lo emite, emancipa el sentido de aquél que profiere el texto. El sentido estará dado por aquél que reciba el texto. El arte se establece entonces como un espacio de libertad frente a lo real. Se deja la interpretación por la creación.

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El signo de arte pone de manifiesto su carácter de artificio enmarcado en una convención, pero es a la vez él mismo una exploración de las posibilidades y límites expresivos del lenguaje. El lenguaje empieza a valer por sí solo, la escritura instaura un espacio de libertad - ya no está constreñida a la representación de lo real. La relación entre la palabra y lo real se muestra inarticulable debido a la naturaleza contradictoria de sus componentes: lo real en el plano de lo continuo y la palabra en el plano de lo discreto. La artificiosidad del signo se pone de manifiesto y con ello abre las puertas a la exploración de sus propias posibilidades y límites expresivos y de su capacidad activo-comunicativa. Se descarta al sentido como un elemento fijo y se reconoce su estatuto variable dependiendo de los receptores. El texto sólo existe en el lenguaje y con ello tiene su fundamento en la comunicación, una comunicación que no requiere de referencias a lo real sino únicamente la presencia de un interlocutor capaz de jugar el "juego del lenguaje" planteado por el texto.


2.

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Yo lo que busco es crear sensaciones, provocar cuestionamientos, transmitir angustias, temores, momentos. Trabajo a partir de "temas" o "premisas", no de historias. Estas "premisas" o "temas" se organizan en fragmentos, por partes, de modo que el lector tenga que "armar" su sentido. En ese sentido me considero un compositor, un organizador de palabras. Mi oficio es el de componer, es decir, organizar el material verbal decidiendo cuánto se exhibe y cuánto se oculta, en función de invitar al lector a participar de un juego en el que él mismo tiene que llenar los vacíos. Establezco el diálogo como un juego en que el receptor tiene que participar. No se dice todo, el lector completa. Pero la obra misma tiene que provocar las preguntas que orientarán al lector hacia su desciframiento.

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Busco nuevos modos de decir porque los modos de decir convencionales no son los más adecuados para establecer este tipo de juego.

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Mi objetivo no es compartir mis anécdotas sino a partir de ellas establecer una comunicación, un contacto, provocar algo en el lector. Los efectos de mis obras no saldrán de lo que yo haya querido decir
sino de cómo mi obra haya logrado estimular al receptor. Veo mi obra como un estímulo, la obra no está terminada hasta que alguien la lee y completa su sentido. Es una obra "abierta", inconclusa.

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El público de hoy está acostumbrado a recibir soluciones, salidas que aplaquen su angustia, que lo hagan sentir bien, pero yo no quiero un receptor pasivo sino uno que se involucre con lo dicho. no pretendo entretener ni agradar. El arte no tiene por qué ser fácil de digerir, y debe provocar procesos mentales y emocionales en el público. Quiero un receptor que deguste, que se detenga, que se cuestione. Un lector activo, que se haga preguntas y trate de contestarlas él mismo. Eso me causa ser un escritor un poco alejado de un gran público.

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Yo creo que el arte debe mover al público, hacerlo sentir incómodo, provocar una reacción en él, despertar inquietudes pero no para que el lector vaya donde el poeta y le pregunte qué quiso decir con tal o cual poema, sino para que relea el poema, el conjunto del poemario, otros poemarios, y los relacione con su vida y su contexto para encontrar las respuestas allí, en su propio entorno y en él mismo, y no en un otro lugar. Si el poemario tiene un título en otro idioma, el lector ideal es el que tratará de averiguar qué idioma es y buscará el significado en un diccionario - el juego ha de ser parecido al de aquél que llena un crucigrama. Si el poema aparentemente no termina, el lector ideal tratará de preguntarse qué es lo que está haciendo el autor al cortar el poema allí o en todo caso tratará de imaginarse el final. Si el poema está con otro tipo, color o tamaño de letra el lector ideal tratará de imaginarse por qué. Habrán respuestas diferentes de acuerdo a cada lector, y eso estará bien, porque la respuesta que cada uno encuentra es la que vale, ¿a quién le importa en última instancia lo que quiera el autor? Lo importante es que el autor va a haber producido una obra que hará que el lector encuentre nuevas formas de acercarse a lo real y a sí mismo. Yo no leo a Dumas para saber de su vida, sino para entrar en un juego que me hará en última instancia conectarme con ciertas partes de mí con las que de otro modo no me conectaría. Lo importante es el texto y lo que provoca su contacto con el receptor, no el autor.

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La función del arte es criticar y cuestionar el modo de pensar y de vivir de un grupo humano, hacerlo evidente para a partir de allí enfrentar sus contradicciones, resaltar lo que funciona y problematizar aquello que no está funcionando.

GÁLVEZ,CABRERA Y RODRÍGUEZ ZAVALETA

Gálvez, Cabrera, Rodríguez Zavaleta: un acercamiento a la poesía peruana de los 90 / Selenco Vega Jácome




Dentro del panorama literario peruano, hablar de generaciones se ha convertido en un tópico recurrente, que de modo casi siempre errado, sirve a los críticos para separar nuestra producción literaria en compartimentos estancos. Casi todos se empeñan en clasificar -deformando los postulados de Ortega y Gasset al respecto-, a nuestros autores y sus escritos en periodos predecibles que se abren y se cierran cada diez años, en ocasiones cada cinco.

De este modo, sólo en el caso de la poesía, se suele hablar de una generación del 50, otra del 60 y así sucesivamente, procurando encontrar entre los poetas de una y otra "generación" rasgos que los definan, que los enfrenten; en suma, que los hagan diferentes.

El problema con esta catalogación, de por sí arbitraria, es que impide ver la continuidad y la influencia innegable que, como vasos comunicantes, enlaza la producción de unos poetas y otros. Sólo a partir de una influencia que, en manos de gente talentosa, se tamiza y se convierte n algo nuevo, vivificante, es como se va formando una tradición. Y la poesía peruana, por lo menos la escrita en el siglo XX, constituye de por sí una tradición vasta y rica, precisamente porque se ha ido construyendo lenta y paulatinamente, no sobre la base de "generaciones" enfrentadas radicalmente unas con respecto a las otras, sino sobre la base de una asimilación productiva de la herencia poética anterior. Moro no se entiende sin Eguren, así como Watanabe no se entiende sin los aportes anteriores de Marco Martos y Antonio Cisneros, aun cuando pertenezcan a "generaciones" diferentes.

Este es, a nuestro parecer, el caso de la poesía que se ha escrito a lo largo de la década de los noventa. Hablar de una generación de los 90 nos parece un error. Ortega entendía "generación" como un nuevo cuerpo social íntegro, con una trayectoria vital determinada. No puede haber, desde esta perspectiva, una generación sólo poética o, incluso, sólo literaria. La poesía de los años 90 parece más bien ser un conjunto bastante heterogéneo de nombres, donde no se puede hablar de un solo poeta "representativo", sino de varios, depende de la línea por la cual hayan decidido transitar. Estos poetas parecen haber recogido todo el abanico de posibilidades que enmarcan la producción poética nacional, desde Eguren hasta Verástegui, haciéndola confluir en una amalgama de posibilidades diversas, una amalgama que aún no cuaja, es cierto, pero que ha hecho que un intuitivo por excelencia, como Pablo Guevara, anuncie con optimismo "una gran fusión" de nuestra poesía, en los próximos años.

Ya Luis Fernando Chueca ha reconocido, junto con el enorme número de primeros libros publicados a lo largo y ancho de la década, la heterogeneidad radical -aunque no necesariamente enfrentada, según él- de nuestra poesía última, en un artículo de título bastante explícito: "Consagración de lo diverso: Una lectura de la poesía peruana de los noventa". Nosotros quisiéramos contribuir a la discusión de tales ideas, centrándonos en la producción de tres jóvenes poetas peruanos aparecidos entre 1995 y 2000: Este trabajo, cuya intención es diversificarse en un futuro próximo, pretende rescatar el valor de tres propuestas literarias que, siendo diferentes entre sí, comparten, no obstante, una común y nunca negada inserción -a diferencia de las posturas parricidas que caracterizaron a los poetas de promociones anteriores- en el vasto espectro de propuestas de nuestra poesía.


1. Libro de Daniel: Entre Chilape y el Estigia

Publicado en 1995, Libro de Daniel, de Javier Gálvez Zulueta (Chiclayo, 1966), es un poemario caracterizado por un solvente manejo discursivo que, al bastarse a sí mismo, crea un espacio autorreferencial de ricas reminiscencias familiares. Se inserta de este modo a una antigua tradición poética peruana abierta por Valdelomar y continuada por Vallejo, Guevara y buena parte de los poetas del 60 y 70. Esta característica temática de Libro de Daniel se complementa con la notable disposición de su estructura, la misma que confiere al conjunto unidad como obra artística, precisamente aquello que Charles Baudelaire reclamaba en un poemario moderno.

Estructuralmente, Libro de Daniel posee tres secciones, cada una de las cuales representa sucesivamente a las parejas madre-individuo ("Bajeles"), individuo-origen ("Imágenes para fijar la mar") y padre-individuo ("Libro de Daniel"). Y es que, como totalidad, el poemario se erige como un tránsito vital del yo poético, que busca configurarse y configurar su origen y destino, a través de una constante alusión a los valores de su infancia y de su pueblo rural (Chilape).

"Bajeles", sección primera dedicada al lado femenino de su estirpe, parte precisamente de un recuerdo-apelación, a la abuela Eleonor:


De niño mi abuela me sentaba en sus rodillas. Sus manos tibias / olían a cebolla y el color de sus ojos no recuerdo. Al fondo las sábanas en el cordel eran más verdes, verdes o / amarillas según soplara el sol sus peces más callados. / Cerca de la cocina hay un balde con miel de abeja y algunas moscas subiendo... (p. 9)


En varios poemas, las frases comienzan en pretérito y luego se transforman, de modo esporádico, en presente. Esta estrategia resulta significativa y eficaz, por cuanto permite al yo la actualización de sus recuerdos, recuerdos que son la llave maestra que permite el inicio de la configuración de sentido en el libro.

Es significativo, también, que en este poema inicial se haga alusión a la imagen de la mar (así, en femenino), y a la figura de Odiseo, el héroe griego. Esto lo podemos entender si vemos la imagen del yo poético fundiéndose con la de Odiseo, iniciando aquél el viaje de vuelta al hogar (de la infancia), atravesando la mar (o la madre, en un sentido amplio). Así pues, no es de extrañar que otras figuras de la mitología griega sean nombradas en el poemario (los ojos del Cíclope, las norias o el prado de Asfódeles), y que el título elegido para esta primera sección sea el de "Bajeles" (buques). Es también interesante el modo de introducir, por parte del yo, elementos de la cultura occidental a través de esta simbología (cultura a la cual el yo parece, por otra parte, bastante adscrito).

La segunda sección, "Imágenes para fijar la mar", contiene, como ya apuntamos, a la pareja individuo-origen. Es la constante apelación a la fuente primigenia. Varios estudios psicoanalíticos (como los de Gaston Bachelard, en El agua y los sueños) han relacionado la figura del mar con la de la madre, como fuente y origen de los hombres. Esto se hace patente en varios poemas de "Imágenes...


"Si la mar existe es porque repites la ola que surge de la infancia y ves en el retorno de las aguas / los cuerpos que se juntan al salir de las cavernas." (p. 21).


"¿Cuándo llegaremos a las fuentes?/El vientre de tu madre es una gruta de metales que no has vuelto a tocar. Quizás nunca la tocaste." (p. 37).

"Has olvidado el olor de tu madre, sí, has olvidado su crianza. Y ahora temes la pintura de una infancia donde un pequeño se baña en una acequia sucia e infinita y vuelve a casa y nada pierde." (p.35).


Precisamente, es el retorno a la casa lo que constituye la tercera y última parte del libro. Y es el retorno aquella instancia donde el yo se confronta, no ya con el recuerdo de la madre y el origen que ella representa, sino con la figura paterna y los elementos que circundan su ambiente rural, y que son los del abuelo Daniel Zulueta.

Así pues, los ojos del Cíclope, los caracoles y el prado de Asfódeles, se confrontan con las garzas taciturnas y con las funestas lagartijas de colas apagadas del lugar, con la alfalfa y con otros elementos rurales, lo cual constituye un interesante indicio de la lucha entre los elementos foráneos (pero asimilados por el yo poético) y lo autóctono.

Esta confrontación lo es también, en un plano más íntimo, entre la imagen del yo y la del abuelo, que se resuelve en un destino similar para ambos, que es el de la irresolución y la ignorancia de ese destino, solamente que con distinto sesgo: mientras Odiseo / yo recurre a las monedas de las norias griegas ["Antes que la moneda toque el fondo, ya tú / habrás crecido./ Lanza, lanza una moneda al fondo de las norias./ El temblor de agua es la infancia que ahora copias." (p. 51)], el abuelo recurre al sacrificio de las lechuzas (de notable significación prehispánica), buscando espantar la mala suerte, es decir, el destino final, la muerte.

Estas coordenadas, que a nuestro entender guían la unidad básica de Libro de Daniel (recordemos que ninguna lectura agota las posibilidades de significación de las obras de arte), cuenta con un aliado de primer orden en el otro componente formal básico del texto: el tipo de discurso empleado.

Libro de Daniel participa de una narratividad en el discurso poético que, por lo menos desde los años sesenta, se halla presente en nuestra tradición literaria, y que se transforma, sobre todo en la tercera parte del poemario, en un discurso apelativo coloquial que permite al yo acceder a la exploración del espacio cotidiano de la infancia.

Pero no es todo. Hay en la segunda parte del libro, una riqueza de imágenes que nos muestra un discurso poético tributario del legado de Saint-John Perse, en Anabasis, o del griego Giorgos Seferis). Esta riqueza expresiva no es gratuita, y responde, desde nuestra perspectiva, a la necesidad de hurgar ya no en el espacio cotidiano, sino en las entrañas mismas del subconciente, por parte del yo poético. De este modo, Libro de Daniel, sin dejar de constituir una apelación a la infancia y a la familia provinciana, constituye también una rica reflexión sobre el individuo, sobre la fragmentariedad de su conciencia.


2. El universo de los lugares vacíos.

A diferencia de Gálvez y su inserción en un imaginario provinciano, la ópera prima de José Gabriel Cabrera Alva (Lima, 1971), El libro de los lugares vacíos (1999) instaura una búsqueda más interior y menos referencial: la de la sabiduría por medio de la contemplación y el equilibrio. Uno de los mayores méritos de este libro lo constituye su carácter unitario, difícil de lograr en un primer poemario. En efecto, tanto en el nivel temático como en el formal, los poemas de El libro de los lugares vacíos se comunican y enriquecen unos a otros en una suerte de vasos comunicantes, dotando de sentido global a la obra.

Con respecto al nivel temático, este libro se presenta básicamente como una reflexión sobre el lenguaje, sobre el valor de las palabras que, más que nombrar a las cosas, les restituyen el significado original que las liga con la tradición y la historia:


"No temas a los dioses / que crecen en tu cuerpo o en la naturaleza / recuerda que sólo son imágenes / cuyo lenguaje es secreto pero amable / por eso deja que tu boca se ilumine / con sus sagrados símbolos" (p. 25).


En la búsqueda de este significado primordial -que en el poemario se asume como sinónimo de sabiduría-, el yo poético se vale de referentes en apariencia disímiles, incluso contradictorios, como son los elementos de la realidad cotidiana, animales diversos o símbolos propios de la tradición oriental; sin embargo, estos referentes son conjugados con destreza y permiten el triunfo de la mirada, del ojo reflexivo del poeta que extrae de ellos realidades nuevas:


"Fijémonos en el caracol / con qué modestia arrastra su casa / para sentirse seguro / He allí el mito de todo lo que es puro:/se protege del peligro / para poder avanzar" (p. 37).

O este otro:

"El Tao no es un libro sagrado / es una oruga / Por eso / si tienes una planta en casa y lo encuentras / no lo eches / ... / Qué importa si en apariencia / no deja intactas tus hojas / pues pronto le crecerán alas si lo dejas cerca de ti" (p. 35).


Por eso, más que el libro de los lugares vacíos debería considerarse como el libro de la contemplación que surge a través del lenguaje (poético). El lenguaje es visto y asumido como el sonido primordial que instala al individuo en la habitación original del orden: "...convierte cada sonido en presagio / tu voz habrá de ser / pura y evanescente / así te acercarás / al mito de la naturaleza" (p. 27).

Así, todo el libro termina convirtiéndose en una suerte de arte poética -propuesta ensayada en nuestra tradición por poetas de la talla de José Watanabe, Carlos Germán Belli y Javier Sologuren- en una manera de asumir el ejercicio de la palabra, en consonancia con la contemplación de los elementos y la búsqueda de la sabiduría:


"El lenguaje del universo está en cada cosa que coges / si no agredes el ritmo / natural que la conforma / Míralo siempre todo / como una flor cerrada / que se abrirá si la observas / respirando su luz" (p. 57).


Con respecto al plano formal, dos características comunes a todos los poemas y que aseguran su unidad como conjunto es la brevedad de sus versos, así como el predominio de los poemas en segunda persona. Ambas características formales se engarzan convenientemente a través de un discurso de naturaleza reflexiva. En este sentido, es importante resaltar que el empleo de la segunda persona en este poemario tiene la virtud de resultar plurisignificativa: por un lado, parece remitir a un interlocutor (un "tú" que podría ser cualquiera de nosotros) a cuya capacidad de reflexión apela el yo poético bajo la apariencia de un diálogo. Por otro lado, el empleo de la segunda persona puede significar un claro indicio de autorreflexión, una situación comunicativa en la que el sujeto poético se habla a sí mismo, en un intento de búsqueda de la sabiduría que se esconde bajo la apariencia terrenal de las cosas. Esta ambigüedad interpretativa enriquece la capacidad significativa del conjunto.

Por otro lado, aprendiendo bien la lección de la economía de versos practicada por los poetas del 50, el empleo de versos cortos apoya la funcionalidad y concisión de un lenguaje que, si bien no es árido, tampoco abunda en el uso de recursos retóricos; y es gracias a esta estrategia de concisión que las palabras se constituyen en el instrumento eficaz que permite la búsqueda de la verdad, o que incluso bordea y explora las posibilidades significativas del silencio:


"Los lugares que parecen vacíos / no los llenes / abre tu boca / para que puedas aprender de su silencio..." (p. 61)


No es, sin embargo, que el poeta marche hacia el silencio, como lo pretendía Mallarmé, sino que el silencio es también un lenguaje (el más hermético de todos) que, gracias a su aliada la contemplación, permite acceder al yo a ese otro lenguaje primordial de las cosas. Por eso,


"Cada vez que puedas / deja fluir tus reinos interiores / No es necesaria la prisa / apenas / la contemplación de lo que te rodea / un fragmento de piedra / una textura / pueden ser suficientes / si callas y observas con paciencia..." (p. 53).


Siempre en el plano formal, no deja de llamar la atención la estructuración de este libro en secciones: desde un "Preludio" inicial hasta un "Epílogo" (los que remiten, respectivamente, a la idea tanto de introducción como de conclusión, de descenlace de acciones), pasando por una serie de títulos que sugieren la idea de progresión temporal, progresión que, por otra parte, no notamos en este equilibrado libro. Nos parece que el conjunto hubiera funcionado perfectamente sin la necesidad de su estructuración en secciones. No está demás señalar que, en poesía, las excesivas señales pueden alentar una lectura dirigida de los poemas, cuando lo recomendable es mas bien la libertad, la capacidad de sugerir, antes que de decidir una línea de lectura.


3. Las ciudades aparentes de Rodríguez Zavaleta.

El tercer poeta al que queremos referirnos es Jaime Rodríguez Zavaleta. Su libro, Las ciudades aparentes, parece desafiar, a primera instancia, tanto la obsesión referencial citadina de los poetas del setenta como el discurso coloquial cisneriano; poéticas ambas, practicadas con asiduidad por varios poetas del noventa.

Con respecto a lo primero, ya desde el título el poemario de Rodríguez constituye una provocación: las ciudades que refiere el yo poético son ilusorias, están hechas de palabras y no pretenden -como los horazerianos y sus epígonos- copiar o recrear espacios urbanos "reales".

Sin embargo, Rodríguez conserva de la poesía del setenta la idea del yo como un explorador citadino (pensemos en el Verástegui de En los extramuros del mundo): un individuo que es a la vez un espectador que anota y que padece con sus ojos de asombro:


"Mientras te derrumbas sobre enzimas de cristal / sobre tu cuerpo / bajo las calles un universo ámbar / una urdimbre de deseo / y / recostado en cadenetas de basura / (umbrales que aparecen y desaparecen) / cómo mirarte / zorzal en la hendidura / cómo unir tus pedazos infinitos / tu antiguo cordel de arena" (p. 4).


Es decir, lo interesante de la propuesta de Rodríguez, en este nivel, es que no renuncia a los elementos de la cotidianeidad urbana ("relámpago de taxis", "Prostituta agonizando dulcemente", "todas las latas recortándose", "pasajero recostado en el furioso vagón"), sino que los complementa con imágenes cercanas a lo onírico ("feroz tormenta dibuja este segundo cielo", "Sol o danza de alcatraces en tu boca", "habitación iluminada recorriendo La Ciudad"). Tales referentes, con los que el yo construye su materia poética, se complementan con el tipo de discurso empleado, como veremos a continuación.

Ya apuntamos que Las ciudades aparentes es un poemario que, en apariencia, desafía el discurso coloquialista cisneariano. Deimos "en apariencia" porque tal vez sería más exacto decir que lo modifica, que le da "otra vuelta de tuerca", enriqueciéndolo y ampliándolo según sus propias necesidades. En efecto, no hay una renuncia a ciertos giros cotidianos, aun coprolálicos, en el libro ("recostado en cadenetas de basura", "unos patas filipinos / escarbaron feroces el cemento"); sin embargo, tales giros se dan enlazados con un discurso poético de varia índole: por momentos de retórica simbolista ("la mágica explosión de la noche", "el elevado canto / atardeciendo el furor"), por momentos vanguardista ("Tú que estás bordado de niños como el mito original" es un verso que bien se podría atribuir al Oquendo de 5 metros de poemas).

Tal mixtura en el discurso, y que a simple vista podría resultar inconciliable como proyecto poético, es trabajada con solvencia en este primer libro de Rodríguez Zavaleta. Como ya señalamos, tal eficacia se complementa con la intervención del elemento onírico en el nivel referencial, lo que transforma las calles y el tránsito del yo en un rico viaje por la imaginación y los sentidos. De este modo: "Yo suelo tocar los colores / contemplar el desvanecimiento paulatino / y estar quieto en algún cine / -todas las latas recortándose / en el cielo dorado. / Los bares cayendo de rodillas-" (P. 8)

En resumen, Las ciudades aparentes, así como El libro de los lugares vacíos y Libro de Daniel, constituyen ejemplos saludables del esfuerzo que los poetas peruanos aparecidos en la última década vienen realizando por avanzar en el azaroso camino de la poesía; esfuerzo que en el caso de los tres no significa de ningún modo una renuncia a los beneficios de la tradición.


REFLEXIONES SOBRE LA POESÍA PERUANA CONTEMPORÁNEA

Reflexiones sobre la poesía contemporánea / Florentino Díaz




El otro día ante la ventana de un bus un hombre alto, sentado, paseaba los ojos sobre toda la avenida. Yo examinaba con cuidado lo que sería el resto de las horas. Empezamos el recorrido, me dirigía hacia Barranco y naturalmente percibía la complacencia de mi reposo y la naturalidad del movimiento que nos involucraba a todos. Más allá una muchacha contemplaba la calle con cierto cansancio, a su lado un señor ya de edad gustaba del sabor de una fruta. Atrás un niño jugueteaba con los dedos marcando el contorno de las cosas. Evidentemente teníamos música. Y todo se confundía con la voz de quien asiduamente intentaba una y otra vez poblar ese espacio entre los metales con más seres. Esta experiencia es única, me dije, como todo lo vivido, mientras sacaba el pequeño cuaderno que uso para hacer anotaciones. Esta experiencia es el viaje, esta situación en la que mi cuerpo sentado, sin mucha comodidad, sometido a la influencia de sonidos y miradas, no se había dado durante miles de años. Estaba en el bus y de sólo pensar en lo fundamental tras lo evidente percibí con toda su carga la energía de esta nueva estructura vivencial. ¿Pero qué era eso fundamental que me llegaba con todo su poder a través del cuerpo y la conciencia?

Era el sentido, un sentido, una masa de significado que mis palabras no habían aprehendido todavía.

En la experiencia el sentido como creación, como efecto de lo construido por los seres sobrepasa nuestro propio conocimiento del asunto. Y este asunto, terriblemente veraz y angustiante cuando no se halla aún las posibilidades de su integración a la conciencia, es el factor de tensionalidad que impulsa el descubrimiento poético.

La poesía no sólo como manifestación de las palabras, sino como acción de integración y verdadero develamiento de una circunstancia particular de sentido. Lo que deseamos es sentido, es conocimiento. Más que desearlo lo necesitamos en tanto que la realidad entendida como la experiencia del mundo que posee cada quien y la proyección de las energías que brotan de lo construido por el hombre es permanentemente inasible por su esencia dinámica y creciente, así como por su cualidad de deber ser aprehendida para el alimento de la propia vida.

Desde el aspecto puramente biológico la tendencia a complejizarse de todo organismo exige una mayor comprensión de lo que esta misma complejidad le exige.

No puedo pensar en un vacío de la palabra porque ella misma constituye ya una emisión ubicada en el espacio tiempo. Todo lo manifestado en el mundo posee su sentido y lo que apremia al hombre por la posesión de su conciencia es la sucesiva y constante necesidad de precisamente capturar este sentido y a un tiempo ir desarrollando otros. Dentro del flujo constante de nuestras existencias se muestra como prueba de una necesidad psicocorporal de centro la percepción de la angustia en toda su extensa variedad. Creo que finalmente la angustia espiritual es el polo contrastante de un estado de plena certeza, de ser uno con la certeza o la realidad, si se quiere para usar el modo en que se exponen las finalidades de las vías esotéricas en las religiones.

Pero volvamos al bus. “Todas las épocas son ciertas” había escrito Giancarlo Gomero en uno de sus poemas mientras buscaba la relación entre Escipión el africano y la pulsión de amor hacia un cuerpo que observa. Lo tenía apuntado en mi cuaderno, pero hasta ese momento no lo había logrado ver. ¿Qué he buscado hasta entonces en el poema, en la obra de arte? ¿Qué nos mueve a decir que tal o cual discurso se halla vacío o se muestra pleno a nuestros ojos?

El punto con el poema es que su calificación de logrado, bueno o regular dependerá de lo que en nosotros nos revela. Creo que es necesario entrar a este hecho no desde la perspectiva de una teoría de la estética, sino de la necesidad casi corporal de una ampliación de nuestro conocimiento.

Artaud escribió: “Mas ¿qué soy yo en medio de esta teoría de la Carne o, mejor dicho, de la Existencia? Soy un hombre que ha perdido su vida y que por todos los medios intenta rehacerla.”

Rehacer la vida, recuperarla. Creo que el arte es eso.

Aún tengo en la mente aquellos versos de Virgilio cuando dice que “todo se lleva la edad, incluso la memoria. Recuerdo que muchas veces desde niño cantaba a lo largo del día hasta la puesta del sol”. Eso lo dice Virgilio, eso que es tesoro de sentido hasta nuestro siglo, hasta estos días donde se enmohece el entusiasmo entre las paredes alzadas por un modo de concebir la vida que de muchas formas nos ha sobrepasado, nos ha sorprendido. Ahora, exactamente ahora, no tenemos idea de qué vamos a hacer. De si valdrá la pena creer o pensar en lo que nos traerá el tiempo. De si realmente tiene sentido el sentarnos y hablar, así como ahora, de la poesía de los noventa, de los jóvenes. También recuerdo a William Blake cuando en su visión de los proverbios infernales escribía “If the fool would persist in his folly he would become wise” si el necio insistiera en su necedad se volvería sabio. Y de eso se trata la cuestión del sentido. La voluntad no se establece, no hay una atención permanente para lo que deseamos conocer. La poesía es un lazo, una fuente por la que los espíritus conocen y reconocen las posibilidades y las raíces de lo que se manifiesta en el mundo.

Con la poesía hay una actitud de seriedad, me refiero al poeta, yo creo en la seriedad del poeta que sabe qué desea para su conciencia, para su realización, su efectivo ensanchamiento de horizonte. La buena poesía no es puramente una cuestión subjetiva y eso lo muestra la inmensa literatura ensayística y estética. La buena poesía debería llamarse la plena poesía que no alude al estado, sino que lo crea, que no nos muestra, “en verdad, señoras y señores, nos hace falta esto, sino que al revelarlo, somos nosotros quienes decimos, claro, en realidad aquello estaba ahí.”

Se es lo que se conoce nos ha dicho el filósofo, nuestro Aristóteles de Occidente. Nosotros tenemos hambre de ser, nosotros tenemos hambre de conocer.
El poeta que asume en su intención la de revelar un sentido permanente en el mundo es un poeta de la poesía, como llamó Heidegger a ese Hölderlin genial. Yo coincido con Rimbaud en que hay que trabajar el alma para eso. Él nos escribe completamente enfocado en su propio conocimiento. En la exactitud y fuerza que posee un golpe, un movimiento cuando se desarrolla la disciplina de un arte marcial para el cuerpo, Rimbaud lo hace desde el espíritu:

“Exilado aquí, tuve un escenario donde representar las obras maestras dramáticas de todas las literaturas. Os mostraría las riquezas inauditas. Observo la historia de los tesoros que encontrasteis. ¡Veo lo que sigue! Mi sabiduría es tan desdeñada como el caos. ¿Qué es mi nada ante el estupor que os espera?”

Por eso Rimbaud llama a sus textos iluminaciones. Qué mayor evidencia para lo que les trato de decir.

Una de las razones por la que mucho de la poesía no llega a ser plena es la forma, creo yo, es decir la fijación de la intención por parte del poeta en esa fascinación por decir lo que formalmente considera nuevo. En esto me sostengo para observar lo hecho con anterioridad del dos mil. La exploración de la forma es un deber, donde las individualidades dejan de importar como presencias, mientras que sus obras son los hallazgos para esa captura que engendrará cierta conciencia. La forma se explora, pero se debe trascender al sentido de lo que se desea construir, y en ese sentido reconocer las posibilidades de relación para con lo demás. En este caso lo demás es lo que cada poeta considera importante como tema, pero que no le parece pertinente tratar en su texto. De la forma hay que salir para ver el universo y una vez atesorado el brillo retornar a la forma.

Pero con esto no pretendo hacer una crítica, porque no sería pertinente reclamar para un tiempo, una época algo que no deseó o no fue su preocupación mostrar. Mucho menos se puede pedir que el cielo sea completamente y uniformemente azul. Mi posición ante la poesía de los noventa es de hallazgo y búsqueda como en cualquier otro momento de la historia del hombre. Lo que sería vital a determinar es los elementos a través del cual esta búsqueda se realiza, los temas, el recurso formal. Un estudio tan saludable como la lectura atenta de todo el siglo de oro o la poesía latina. Pero, claro, sería mucho más interesante tener el conocimiento de la tradición para esto. En un texto de Curtius, cuya razón para todo me complace, se refiere al poco entendimiento que tienen la mayoría de críticos para con la edad media latina, no la edad media romance, puesto que el entender la edad media latina implica el conocimiento de obras que no están normalmente a nuestra disposición como lectores de un cierto canon determinado por el tiempo en que se vive. A lo que iba es que este entendimiento reclama una lectura de todo como una unidad. En la unidad se manifiesta no sólo la característica del texto sino su imprevisibles y desconcertantes relaciones con todo un proceso que se viene dando desde el comienzo de la escritura.

Es sintomático la conciencia de un vacío en cuanto a lo transmitido por la poesía de los últimos años, pero se debe tener cuidado con la generalización de un estado emotivo de recepción específica. Se suele resumir en la siguiente afirmación: el vacío de nuestra condición social e individual se expresa en el arte. Creo que hay que acelerar la conciencia de ese vacío y llevarla al límite, pero con una intención de revelación , de comprensión de aquello social, cósmico que nos hace sentir tal cosa.

La situación está en que si un poema habla de la pereza, entonces que la engendre y que no sea más bien el producto de ella, de una conformidad para con lo realizado, para con lo que se dice.

Si se escribe:

“10 :45 pm. Los gatos que pasean sobre mi techo me dormirán ahora que estoy ausente, Mirando el rostro helado por la noche y su sangre.
Estoy entre las espinas de estos libros, el mayor,
Contiene los elementos de una visión renovada, algo para hacer de esta hora
Lo no detestable. El cielo enfundado en esa triste serpiente. El cielo con sus dientes de luz
Abrirá mi corazón para las nubes.
Ya deseo esa lluvia que me conduzca al carro sumergido, al carro de los que han muerto y
Vueltos a nacer.
Es intolerable el rasguño de esos gatos en el techo, un río que corre por debajo del muro
Me anuncia que la noche es siempre idéntica a unos ojos.
El espacio invisible, el espacio.
Tu resplandor se muere, Estás ahí tras el vidrio
En las sabanas azules con los insectos,
Poblarán tu mente las figuras sin sombra. Los condenados ríen.
Ya deseo esa lluvia sobre el yugo inhalado.”

También podría decir:

“Me cansé del día.
He viajado mucho por toda la ciudad.
No deseo ni beber, ni dormir.
Encontrar la sombra de un árbol bastaría.
También el fuego lento de los metales al sol.
Que no me aterre ese brillo.”

Y la verdad no hay por qué elegir o lo uno o lo otro.

POESÍA CHIMBOTANA DE LOS NOVENTA: MODELO A ESCALA PARA UN PROYECTO DESCENTRALIZADOR

Poesía chimbotana de los 90: modelo a escala para un proyecto descentralizador/ Ricardo Ayllón






Quizá una de las mejores formas de buscarle utilidad al cambio de milenio, dentro del ámbito de la poesía peruana, sea recordando una vez más que las visiones críticas y académicas que surgen de ésta insisten en sostenerse únicamente en la obra de los creadores limeños, y lo que sigue haciendo falta es un saludable y definitivo criterio de imparcialidad, un serio plan descentralizador donde la fisonomía de nuestra literatura sea fertilizada por un verdadero afán de plasmar la identidad nacional, a partir de un amplio y meticuloso proceso que se revierta hacia nuestras regiones y busque no sólo sumar sino también conjugar expresiones, en la iniciativa de entablar una auténtica conciencia literaria.

Esta intención se fundamenta básicamente en la revisión de los estudios y antologías que hasta el momento se han publicado sobre la poesía peruana de los noventa, los cuales, si bien aún son escasos, nos brindan la oportunidad de enterarnos que las orientaciones centralistas están lejos de desaparecer y continúan rigiendo sobre los enfoques críticos y seleccionadores [1]. En lo personal, pensamos que nos gustaría bosquejar ahora una panorámica nacional, completamente descentralizada, sin embargo es justo reconocer que nuestra visión también resultaría corta si tomamos en cuenta que ésta debería constituirse en una verdadera posición integracionista, donde nadie sea pasado por alto y cuya obra reciba una concienzuda valoración.

Así las cosas, quizá sea necesario abocarnos únicamente a lo que conocemos mejor, a los fueros de nuestra competencia, y lograr, con ello, ofrecer un modelo a pequeña escala de las características que sustentan las poéticas regionales y a las que, según se comprobará, no podemos negarle el derecho de ser valoradas si consideramos que muchas de ellas constituyen ya un corpus, materializado éste gracias a tres elementos que siempre deben actuar simultánea y eficazmente; nos referimos a la presencia y permanencia creativa, la valoración crítica y la divulgación que debe tener y con las que debe contar la poesía en un referido campo de acción. El campo de acción del que nos ocuparemos en este caso no trascenderá los límites de nuestra localidad de origen, Chimbote.


Presencia creativa

En Chimbote, hacia inicios de la década del noventa, el panorama de la poesía se encuentra todavía signada por el trabajo de los vates de anteriores décadas. Su trabajo poético ha alcanzado un alto nivel y su difusión se sujeta principalmente a una escala de orden regional. En ese marco, y obviamente con el precedente del trabajo desarrollado por el Grupo Literario Isla Blanca, institución que ha logrado ubicarse en el panorama chimbotano como uno de los mejores ejemplos de lo que representa la indeclinable apuesta por el trabajo colectivo, aparece en las canteras de la Universidad Nacional del Santa (UNS), concretamente en febrero de 1990, el primer número de la revista cultural Bellamar, publicación que constituirá la simiente para que un tiempo después se funde el Movimiento Cultural del mismo nombre, interesante producto que reúne básicamente a docentes y trabajadores de dicho centro de estudios, algunos de ellos con cierto trabajo poético desarrollado, difundido y valorado en la década anterior.

Esta última característica, junto a la falta de sangre verdaderamente joven en el referido grupo, nos lleva a la deducción de que Bellamar no consigue todavía representar la versión de una nueva poesía chimbotana. Ésta surge más bien, siempre desde experiencias colectivas, con la aparición del Frente Artístico Literario (F.A.L.) Trincheras, agrupación que también reconoce como lugar de origen a la UNS. Gestada gracias a la iniciativa de un grupo de profesores, Trincheras será rápidamente “tomada” por alumnos y desarrollará su rol protagónico bajo la dirección de Christian Flores Fernández, poeta, activista político y estudiante de Enfermería de la mencionada casa de estudios; con él, integrarán principalmente el grupo estudiantes de Letras, y ya para el año 94, cuando la agrupación alcanza su nivel más alto, se habrán integrado algunos miembros “invitados”, como Sonia Paredes Soto, Ricardo Ayllón, Joaquín Alonso y Alan Prax. Pero actitudes ajenas al terreno netamente literario provocarían un franco declive en el grupo, y hacia inicios del año 97, Trincheras habrá dado lo mejor de sí.

En diciembre de 1993, sin embargo, producto de una significativa desmembración en Trincheras, nacía el Movimiento Cultural Universitario El Universalismo, encabezado por Santiago Azabache García (AZAGAR), estudiante de Obstetricia de la Universidad Privada San Pedro, pero también (durante el tiempo que integró Trincheras) de la UNS. El Universalismo estará compuesto además por Elena Carhuayano La Rosa, Madeleine Beltrán, Anderson Arquero, entre otros poetas-estudiantes, integrándose luego, casi a finales de su vigencia, Ricardo Ayllón y Roger Antón Fabián. La tarea creativa, crítica y de divulgación en ambos grupos es casi similar; distinguiéndose básicamente en su trabajo la edición de plaquettes colectivas y su participación en recitales. Será sin embargo el trabajo del movimiento El Universalismo (que se prolonga hasta 1997) el que revelará un mejor desenvolvimiento en el plano crítico y la tarea de difusión: editan hasta dos revistas de forma simultánea y algunos de sus miembros escriben temas de cultura para medios locales.

Transcurrida esta importante etapa, y siempre dentro de la actividad grupal, aparece el año 97 en la UNS una nueva cofradía, el Grupo Literario Brisas. Integrado básicamente por Ítalo Morales (narrador), Marco Antonio Honores y Juan Carlos Lucano, Brisas se aboca sobre todo a la edición de plaquettes colectivas y su actividad se prolonga hasta el año 99. Junto a este importante tráfago grupal que podríamos denominar “de aprendizaje”, aparecen tres poetas que inician su trabajo desde los grupos Isla Blanca y Bellamar, nos referimos a Rogger Tang Ríos y Gloria Díaz Azalde en el primero, y Víctor Hugo Alvítez en el segundo. Pero otros dos importantes conjuntos de poetas habrá comenzado a desplegar su obra de manera insular: primero, aquel que se desenvuelve a un nivel básicamente local, como Maribel Alonso y Fernando Cueto; y aquel otro integrado por vates de origen chimbotano pero que desarrolla su trabajo desde fuera, mostrando no obstante y en todo momento su acendrado espíritu de identidad con el puerto, nos referimos a Nelson Ramírez Vásquez-Caicedo, Antonio Sarmiento y Enrique Tamay, quienes residen en ciudades disímiles, como Berkeley (USA), Callao (Perú) y Santa Cruz (Bolivia), respectivamente.

Si bien es cierto que la mayoría de los poetas mencionados ha continuado restringiendo su campo de acción al ámbito local, ello no deslegitima el valor de su obra. Algunos han persistido en el trabajo personal alcanzando importantes logros estéticos. De otro lado, su presencia en concursos poéticos locales, regionales e incluso nacionales ha conseguido ser reconocida con los primeros lugares. Respecto a su producción (entre libros y plaquettes personales), ésta puede detallarse de la siguiente manera:




Libros: Nelson Ramírez: Azulejos de cerca (1990) y El polen de los helicópteros (1998); Antonio Sarmiento: Metamorfoseo Orgásmico (1994), Cantos de Castor (1999) y Tontas canciones de amor (2002); Santiago Azabache - AZAGAR: Sueños a poesía (1994); Víctor Hugo Alvítez: Huesos musicales (1995) y Confesiones de un pelícano e inventario de palmeras (1998); Ricardo Ayllón: Almacén de invierno (1996), Des/nudos (1998) y A la sombra de todos los espejos (2003); Fernando Cueto: Labra palabra (1997) y Raro oficio (2001); Enrique Tamay: Cuaderno de interrogantes (1998).


Plaquettes: Elena Carhuayano La Rosa: ¿Cadenas…? (1995), Con arena y con sal (1997) y Sólo mi canto te entrego (1997); Antonio Sarmiento: Cantos de Castor (1998) y Ojo madre (2000); Ricardo Ayllón: Húmedo tacto del fuego (1999), Bestia escrita (2000), Voz que es de la lluvia (2000) y Nostalgia por Chimbote (2001); Gloria Díaz Azalde: Edición Nº 12 de Marea, publicación del Grupo Isla Blanca (1999); Juan Carlos Lucano: Deseres (2002); Víctor Hugo Alvítez: Torito de penca. Torerito de papel (2002).


Valoración Crítica

La valoración del trabajo de algunos de estos poetas del noventa ha sido ampliamente plasmada en revistas culturales, medios periodísticos, estudios independientes, prólogos y monografías para sustentar grados académicos; siendo destacables la solidez de los juicios críticos desarrollados para algunos poemarios y el espíritu de apertura a través de consistentes y significativos enfoques panorámicos, tarea en la que han jugado un papel protagónico los propios escritores locales dentro de su necesaria labor de difusión y análisis, así como los docentes universitarios.

En lo personal, y según criterios capitales de calidad y persistencia, nuestra valoración crítica ha sido detallada ya en algunos medios del ámbito chimbotano y regional; pero consideramos necesario plasmar ahora ésta de forma resumida para brindar eficacia a nuestra propuesta descentralizadora. Siguiendo un orden progresivo, de acuerdo a su edad cronológica, detallamos brevemente las características principales del trabajo de aquellos vates que resultan para nosotros los más representativos:

a. Poetas nacidos durante la década del 50


La escasa pero cuidadosa producción de Gloria Díaz Azalde (Lima, 1951) nos permite celebrar su aparición en dos vertientes que definen muy bien su estro: lo místico y lo erótico. En el primer caso, Díaz Azalde participa de la congregación filosófica Magna Fraternitas Universales “Dr. Serge Raynaud de la Ferriere”, desde donde se sujeta a rasgos temáticos y estilísticos concretos, como el aliento glorificante, dentro del cual hallamos marcados tópicos de la filosofía oriental, entre ellos: el amor, la belleza, la eternidad, la sabiduría, la paz, la naturaleza y Dios. Sin embargo en el segundo caso –lo erótico–, la poeta maneja mejor su voz y nos entrega la sutileza de una poesía intimista y de gran calidad.

Por su parte, en Rogger Tang Ríos (Nepeña, 1954) hallamos la definición por lo cotidiano, tomando para ello elementos diversos de dicho ámbito; sus primeros ejercicios estilísticos lo han llevado, sin embargo, a una preocupación extrema por el ritmo, aun manejándose en la holgura de la versificación libre.

Dentro de la poesía de Víctor Hugo Alvítez (San Miguel – Cajamarca, 1957) ubicamos mayores méritos cuando lo que trata de hacer el poeta es enaltecer elementos andinos, aquellos en los que no cesa de reconocerse, regocijarse y enorgullecerse. Lo telúrico aquí cobra vida y se reproduce de tal forma que todo lo añorado, pensado y proyectado llega a empaparse por completo de una impronta indígena con que Alvítez se autodescubre y exterioriza ejemplarmente.


b. Poetas nacidos durante las décadas del 60 y 70

Fernando Cueto, gana en el esmero por la limpieza expresiva y las vibraciones de un tono que no descuida la armonía ni la acertada conjugación con las imágenes plasmadas. Cueto incursiona asimismo en la prosa poética, donde alcanza singulares méritos y redondea la idea de dominio expresivo a que aspira todo poeta.

Sonia Paredes Soto (Guadalupe – La Libertad, 1963), por su parte, ha elegido lo erótico casi como signo y estandarte. Dentro de este elemento temático se levanta y explaya con una voz que es unas veces candorosa, otras vigorosa, pero casi siempre sublevada ante los parámetros con que el ser humano se censura –por lo general– absurdamente. Su canto es personal, confidente, aunque público. La poeta se sostiene y se regocija en la evidencia de su feminidad, encuentra que su condición de mujer es el basamento de una expresión que no puede ser otra que espontánea y despercudida de artificios estilísticos o académicos.

Es a través de su único poemario, Cuaderno de interrogantes, que Enrique Tamay (Chimbote, 1964) nos concede la pauta para ingresar a un universo intimista donde converge la simbolización de un individualismo que sabe delinearse en un verdadero tono de autocuestionamiento. A través de esta preferencia, el poeta reporta estados del alma muy marcados, como la nostalgia, la ausencia y el sufrimiento por el ser amado, así como la entrega sacrificada y personal por la palabra. Desarrolla, asimismo, una acentuada brevedad en la versificación; mientras que, en la construcción visual, deja notar ciertas preferencias lúdicas. Antonio Sarmiento (Chimbote, 1966) se ha visto atraído por la manifiesta intención de definir y denunciar, en muchos de sus poemas, las variantes de nuestros símbolos sociales y estéticos a través del desparpajo y la ironización. Para ello es necesario acercarse al espíritu de su libro Cantos de Castor, el mismo que puede definirse como una importante pieza de audacia al pretender adentrarse en las complejidades de nuestra naturaleza humana para desgajar toda la irracionalidad de la denominada sociedad de consumo. Respecto a sus rasgos estilísticos, le hallamos el reguero de la poesía vanguardista peruana de comienzos del siglo XX.

En el caso de Santiago Azabache García (Trujillo, 1969), autor de Sueños a poesía, podemos reconocer una característica primordial a partir de sus referentes temáticos: privilegiar el amor y los intrincados meandros de la subjetividad; mientras que su voz, en el plano expresivo, es una delicada membrana por donde se vislumbra el manejo de un lenguaje que no pretende tropezar con las dificultades de una metáfora elaborada, sino más bien explayarse en el terreno traslúcido de la fidelidad a los sentimientos y a la animosa brisa de las emociones.

El signo de lo coloquial logra en la poesía de Maribel Alonso (Chimbote, 1970) uno de sus más altos resultados. Ella ha conseguido equilibrar muy bien las emotivas pretensiones de su temática con la fuerza temperamental de su acento enunciativo. Lo entregado hasta el momento por Alonso es escaso, sin embargo son distinguibles su agudeza y buenos reflejos a la hora de plasmar la intensidad requerida por sus objetivos estilísticos.


Divulgación

Habíamos hecho mención acerca de órganos creados por los propios vates de la década del 90 para difundir su trabajo no sólo en el ámbito local sino también regional. Revistas y plaquetas, como Trincheras, El Universalismo, Gemación y Zorros de Arriba, entre otras, aseguran tal publicidad, sumándose a ellas las pertenecientes a grupos y promotores de anteriores generaciones, como Bellamar, Alborada, Marea o Altamar. Mientras tanto, en el plano nacional e internacional, aparecen en antologías generacionales o revistas de amplia distribución, como La tortuga ecuestre y La manzana mordida [2], o Francachela de Argentina, Balandros de Chile y aquellas que circulan por internet. Además de ello, es justo destacar la creación del curso de Literatura Regional en la Escuela de Lengua y Literatura de la UNS, oportunidad que sirve a los estudiantes chimbotanos para conocer de primera mano la aventura de sus escritores contemporáneos. Así, los estudiantes no sólo leen la obra de los poetas del noventa, sino además los entrevistan, los invitan a sus propias aulas para que éstos ofrezcan testimonio sobre su trabajo creativo, y adquirir a partir de ello un conocimiento palmario y una idea viable de la situación y realidad de la poesía contemporánea en Chimbote.


Corolario

Como es comprobable, tan importante despliegue literario no puede remitirnos sino al convencimiento de que una nueva y verdadera hornada poética tomaría la posta en Chimbote durante la pasada década del noventa, lo que nos permite evidenciar, como resultado, su registro en el corpus de la literatura chimbotana y, en consecuencia, nacional. Este modelo a pequeña escala debería servirnos como patrón para decidirnos a incursionar en las literaturas de las diversas regiones y localidades del país; con ello, y tomando en cuenta la solidez de sus particularidades estéticas y sociales, abriremos el camino a un serio interés por imprimir una visión descentralizadora que garantice la verdadera nacionalidad poética, definida por lineamientos equitativos que asomen reconocibles en cualquier estudio de la poesía peruana.



[1] Nos referimos principalmente a las antologías Literatura peruana del fin del mundo. 1990-siglo XXI, de José Beltrán Peña (1992) y La Generación del Noventa, de Santiago Risso (1996); así como a los estudios Consagración de lo diverso. Una lectura de la poesía peruana de los noventa, de Luis Fernando Chueca, aparecido en la Revista Lienzo Nº 22, Universidad de Lima, 2001; y Los años noventa y la poesía peruana. A propósito del libro Cansancio, de Paolo de Lima, y otros poemas inéditos, de César Ángeles L., publicado en la revista electrónica Ciberayllu.

[2] Una de las más sólidas y visibles apariciones colectivas a nivel nacional, es el volumen Nueva Poesía Chimbotana. El oficio de desnudarse publicada en la revista La manzana mordida Nº 48, de abril de 1997.

TRASLACIONES PRIMORDIALES DE UNA UTOPÍA

Traslaciones Primordiales de una Utopía / Ana María García




La dimensión humana de la existencia presupone por un lado la realidad irrefutable de la inserción en la situación y por otro la intención y la dirección. Las nomenclaturas y perspectivas son variadas y quizá infinitas pero queda "el hecho" o "la ilusión", dependiendo de las perspectivas aludidas, de la dualidad vivida en sensaciones y traducida indistintamente. En esta dualidad y en la dimensión de la intención nos sentimos impelidos permanentemente a la elección, convivimos con un enemigo en acecho permanente: lo otro como posibilidad seductora siempre; siempre próxima, siempre alcanzable pues la circunstancia de la inserción en una realidad supuesta no nos exime de ser también desinsertos por deseo o por violencia, desde el tronco o la raíz, como cada quien pueda y quiera. Si existe este anhelo puede ser él el que nos conduzca a la utopía como la proyección máxima de la intención y a la muerte como opción totalizadora de la utopía.


La muerte no es un hecho significativo en su dinamismo biológico ni diferencial en su estructura natural, pero adquiere volúmenes simbólicos y capacidades envolventes para el ser humano, una de ellas, la utopía. El sentido utópico esencial se adscribe a la palabra por su etimología y connota exclusión. U-topos es el lugar que no existe o en todo caso existe por oposición. La afirmación por oposición, así como la vía de conocimiento por negación son formas de aproximación mística. La no existencia del lugar aludido es pues, circunstancial, no esencial.

La palabra utopía sufre hoy la distancia de su referencia original y es usada como sinónimo desairado de ilusión, con el agravante de la pérdida de la connotación de fe y esperanza de la palabra ilusión y su equivalencia a equivocación de la realidad, más próxima a alucinación que a ilusión. Lo utópico puede ser concebido pero no realizado, como si lo deseable llevara en sí la imposibilidad de su realización. Y esto sucede porque el elemento que determina la posibilidad o imposibilidad de una existencia diferente es el elemento racional. La razón es la puerta que abre o que cierra la dimensión de lo posible. Lo posible se encuentra, así limitado por leyes, condicionado a un siempre y cuando. Es un posible apático y cadavérico.

La poesía se erige, iza la bandera de la utopía, levanta la cubierta del cadáver y descubre que no es cadáver. La utopía va más allá de la razón, representa siempre un estado del espíritu, estado en el que la situación puede ser trascendida, lo inmediato relativizado, no admitido; lo trascendente, asumido. La utopía no supone sólo una concepción diferente de la existencia sino también una actitud diferente ante la existencia: diferente de para ser capaz de entender, concebir y pensar de otra manera y diferente ante: para ser capaz de actuar de otra manera ante las maneras estipuladas.

La utopía queda así establecida, siempre en relación, en relación a la situación inmediata a la cual trasciende y niega y su validez radica en su función: en tanto sea capaz de cumplir una función revolucionaria. La utopía se relaciona con lo irreal, pero no en la equivalencia irreal=irrealizable sino más bien en el sentido de irreal: necesariamente realizable. La utopía tiene sentido siempre y cuando podamos concebir y transformar el orden existente. Esta concepción y esta transformación llevan como corolario la destrucción de lo presente. La imaginación humana es también una fuerza desintegradora, la voluntad de destruir lleva implícita la necesidad de crear. Si usamos la inferencia podemos decir que la voluntad creadora supone la destrucción. La utopía recibe de la poesía no sólo la fuerza de la creación y el poder de la destrucción sino también, y lo que es fundamental, la producción de la imagen. La poesía proporciona las imágenes añoradas que la utopía necesita para manifestarse. La palabra pasa a ser más que el vehículo formal del pensamiento, la imagen misma. En el proceso contrario, la imagen procesada devuelve el sentido de la posibilidad y el derecho del ser humano de vivir de acuerdo a su naturaleza (para algunos) o a sus proyecciones. La idea de una participación y de una semejanza así como la sensación de un tiempo común en el que así fue y en el que así será y que así sea. La integración del tiempo es utopía. La integración del tiempo sólo es posible en la muerte. En la utopía esta ruptura del tiempo se enfoca como un regreso al tiempo original: el kairos griego, el momento del tiempo que es invadido por la eternidad. La nostalgia es también el anticipo de lo nuevo.

La búsqueda desde la religión, desde la historia o la búsqueda desde el amor, en su dimensión personal, parte de nociones primordiales, paraísos y utopías que contactan con un estadio de conciencia espiritual ingenua. El asunto religioso, presente en vocablos, imágenes, personajes, exclamaciones arma la imaginería que elabora la utopía que denuncia y la utopía que anuncia.

En el contexto de lo temporal, la muerte no significa en sí misma, necesita un referente en función del cual significar: la vida misma. La vida, bajo la óptica de la utopía es la muerte en las connotaciones de nulidad, estatismo, esterilidad. El recurso salvador de una vida carencial es la muerte como opción, no como corolario de la misma carencia, tratase así más de una autoafirmación por venganza, por reto, por rebeldía que por resignación. Lo real es sufrido, más que vivido y es identificado como un espacio temporal relativo que debe modificarse absolutamente pues tal como está se hace verdaderamente insoportable. La realidad dolorosa hasta el punto de ser insoportable puede conducir al suicidio como acto afirmante de una elección. Es el acto que imprime una dimensión de distancia. Más que una añoranza es la rebeldía final, allí donde la vida ya ha sido vivida hasta su consecuencia total. No es el abandono sino el enfrentamiento, no es la cobardía sino el valor, no es la esperanza sino la fe, la posibilidad del mundo a través de uno.

Estos pensamientos han sido extractados de un trabajo de análisis más amplio y profundo que elabora, a partir de la noción de utopía, un tejido de relación y sustento entre el concepto y su desfloración en el trabajo poético de los años 60 y 70. Pretendemos continuar esta investigación en forma comparativa con la poesía posterior en la que los ejes temáticos, la motivaciones manifiestas y subyacentes se van alejando no de la utopía como tal sino de las imágenes que la surtían, y aunque quizá comprobemos la misma vehemencia en la confrontación ella se apreciará diluida y formulada en imágenes propias.

La poesía posterior (80-90) es una poesía lejana a la utopía así entendida y es que esta idea, o quizá mejor dicho, este sueño utópico que se ha venido nutriendo de imágenes antagónicas, a través de su mismo proceso histórico poético de disolución ha alcanzado la dimensión ya no idílica absoluta sino la interna, más emocional todavía, menos idílica, menos paradisíaca, menos comunitaria, menos fraterna y se ha ido consolidando en esquemas aislados, como si estos fueran o tuvieran que ser los modelos a los que la utopía anterior debería haber apuntado prioritariamente para alcanzar ya no status de paraísos perdidos o alcanzados sino de configuraciones modélicas individuales. Por ahí avanza esta nueva poesía y es este sentido el que orientara mi trabajo sobre la poesía de los ochenta y noventa.


ATRINCHERAMIENTOS Y BALBUCEOS NEOTRIBALES

Atrincheramientos y balbuceos neotribales: El grupo poético Neón entre la violencia utópica senderista y la dictadura neoliberal fujimorista. El caso de Carlos Oliva [1] / Paolo de Lima




Lo que nos proponemos en el presente trabajo es una visión comprensiva de una agrupación de jóvenes poetas que, desde nuestra óptica, puede ser considerada, en el Perú de inicios de la década del noventa, como la organización de este tipo de mayor actividad y presencia: Neón. Nuestro propósito es acercarnos a este grupo desde una lectura que lo interprete en función del complejo momento social en el que se desenvolvió. Como una primera aproximación, y a modo de ejemplificación literaria, centraremos esta lectura en el análisis de un poema de uno de sus fundadores: Carlos Oliva (Lima 1960 - 1994). A diez años de su muerte, queremos dedicar este texto como un homenaje al poeta asesinado (al final del ensayo se apreciará el estricto sentido de esta última palabra). Para desarrollar nuestro objetivo usaremos fundamentalmente como sustento teórico una reflexión de Martín Hopenhayn. [2]

Efectivamente, en un ensayo de 1998 Hopenhayn sostiene que “la modernización-en-globalización tiende a la des-identidad, a la des-habitación, a des-singularizar a sus habitantes” (27). Esto, sumado a la falta de proyectos colectivos y de movilización política, hace que “la pertenencia orgánica a un movimiento neotribal o de valores fuertes [sirva] como estrategia de identidad social para millones de jóvenes huérfanos de un relato integrador” (28) [3]. La propia sensibilidad light (ligera en tanto no comprometida), impuesta por el mercado transnacional globalizador sobre todo en los noventa, choca con el “descontento social” y coexiste (sin posibilidad de disolución) con los jóvenes populares urbanos y “duros” de nuestras sociedades, quienes desde su “crisis de expectativas” difícilmente aceptan “la suave cadencia de la postmodernidad”. Ante las escasas posibilidades de acceder con éxito a “los beneficios del progreso”, no es de ningún modo casual que “tanto la violencia política como la violencia delictiva” (de causas o motivaciones distintas) tengan a “jóvenes desempleados o mal empleados por protagonistas” (29). [4]

Significativamente, la violencia política y la delincuencial no son un síntoma a destacar dentro de la propuesta (vital o literaria) del grupo Neón. Éste se movió más bien en un periodo de tránsito (en zona lírica y política) marcado por el desencanto, la angustia, una “ansiedad en tinieblas”, como reza el título de un poema de Ildefonso (1999: 24), y también la abierta desesperación y búsqueda de la muerte. Como podrá apreciarse en el análisis de la poesía de Oliva, se trataría más bien de una agrupación signada por la violencia sistémica de la sociedad en la que se desenvolvió. En efecto, recordemos que este movimiento cultural fue fundado en setiembre de 1990 en los claustros de la limeña y cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos, uno de los espacios educativos más prestigiosos al interior de la “ciudad letrada” y significativamente en el que, como comentaría sólo un año después de aquel setiembre José Joaquín Brunner, “[l]a violencia utópica [...] recorre su último sendero luminoso, reducto ya del pasado aunque su bandera suele flamear todavía en el mástil más alto de la Universidad de San Marcos” (1994: 82). [5]

Nuevamente sólo un año después, es decir en 1992, en el Perú ocurrirían dos hechos decisivos que dejarían de por sí en el pasado esa violencia utópica que señala Brunner: en primer lugar el autogolpe del 5 de abril de Alberto Fujimori Fujimori (1990 - 2000), con el que daría inicio a su nefasta y corrupta dictadura cívico-militar de ocho años; y, dentro de este clima de autoritarismo y represión, la captura, el 12 de setiembre, del líder senderista Abimael Guzmán Reynoso. Precisamente, este periodo de la historia peruana que va entre 1990 y 1992-3 es el de los años en los que el grupo Neón lleva a cabo sus actividades en el plano cultural [6]. Años que median entre el final del periodo llamado de la violencia política (1980 - 1992) y el inicio de la dictadura fujimorista (1992 - 2000), acontecimientos que están en consonancia con la mencionada violencia sistémica [7]. Como señaló en su momento Miguel Ildefonso:

La pregunta de ahora es: ¿cómo fue posible una reunión heteróclita que trascendiera los muros de San Marcos y durara aproximadamente tres años? Si los ahora jóvenes o los eternos ancianos de la poesía miraran lo que era 1990 respecto a la alicaída situación cultural comprenderán qué existió en esos treinta (tal vez más) jóvenes amantes incondicionales de la poesía para (contra lo que los nuevos tiempos “postmodernos” mandaban) abrir sus impecables soledades y compartir (en universidades, calles, bibliotecas, bares) el fuego secreto de la palabra (1995).

La reunión heteróclita (irregular, extraña y fuera de orden), de vínculos laxos e informales, fue posible debido a que estos “jóvenes amantes incondicionales de la poesía” compartían una misma estructura de sentimiento (Williams 128-35) a tono con los nuevos modos de conciencia y sensibilidad que emergieron de estos puntos políticos y sociales de transición y sangrienta intersección (mal totalitario y mal autoritario), donde evidentemente el factor de la violencia sigue siendo central; factor que no impidió a sus integrantes abrir sus “impecables soledades” (conocida frase del poeta Luis Hernández) y compartir “el fuego secreto de la palabra”. Ahora, si bien es cierto que los años siguientes de la década del noventa en líneas generales cancelan esa violencia utópica senderista, otro tipo de violencia cobraría auge: la violencia social de corte urbano-juvenil y la lumpenización de grandes sectores de la población suburbana (en consonancia con la verdadera lumpenización ética y moral en las altas esferas del fujimorato). Estos años corren paralelos a la instalación del proyecto neoliberal fujimorista, con su política de privatización de los bienes nacionales en favor de los capitales extranjeros, y a la feroz corrupción y robos millonarios a través de estas mismas ventas. En ese sentido, el balbuceo neotribal no deja de dar cuenta de su comprensión a las primeras manifestaciones de este proceso político. De ahí que, en clara muestra de lucidez y de rechazo contra este proyecto dictatorial, los jóvenes poetas de Neón hicieran propio el título “generación de los no-ventas”, denominación que señala a su vez su posición de atrincheramiento contra dicho programa. En síntesis, esta agrupación se desenvolvería en medio de dos de los cuatro modos del Mal político que señala Zizek: “el Mal totalitario 'idealista', llevado a cabo con las mejores intenciones (el terror revolucionario) [y el] Mal autoritario, cuyo objetivo es el poder y la simple corrupción (sin otros objetivos más elevados)”. [8]

Neón estuvo integrado principalmente por los poetas Carlos Oliva y Leo Zelada, sus fundadores, y por Juan Vega (Lima 1965 - 1996), Miguel Ildefonso, Héctor Ñaupari, Mesías Evangelista Ricci y Roberto Salazar, todos ellos limeños de primera generación y provenientes tanto de una clase trabajadora emergente como de una pequeña burguesía empobrecida por sucesivas crisis, y que no renunciaban a sus aspiraciones de ascenso social y de progreso. El grupo no llegó a publicar una revista propia, y dentro de la escena cultural limeña se caracterizó fundamentalmente por la realización de multitudinarios recitales de poesía con un carácter juvenil y contracultural, lo que le significó “la posibilidad de generar un espacio propio, en un medio percibido como cerrado” (Chueca 67). Zelada (no sin cierta dosis de generalidad, anotamos) describió así al grupo en diciembre de 1993

Cuando salimos éramos autodestructivos, vivíamos en un estado perpetuo de ebriedad y alucinación, no tanto como evasión sino como una manera de experimentar visiones. Nos peleamos con todos, y tuvimos que ser escandalosos para ser escuchados. Pero lo que fue una forma de liberación luego se convirtió en perdición. Fue un experimento raro pero necesario, pues todos veníamos de familias desintegradas, por lo que la pandilla fue nuestro hogar. Nos mostramos al mundo como éramos, sin reprimirnos (Castro). [9]

Este testimonio de Zelada lo podemos enlazar con el análisis de Hopenhayn (30-1), cuando señala cómo en un “contexto de exclusión” existe la tendencia a buscar “identidades grupales”, que se fusionan en “intersticios y márgenes”, para “revestir la naturaleza del sistema por los bordes, los huecos, las transgresiones cómplices y casi tribales” (la pandilla como hogar). El mal (el escándalo, la perdición) es buscado como “rebasamiento de control y de la identidad” en una “fusión neotribal” (neón-tribal). La exclusión llega a convertirse “en trasgresión, en espasmo” y en impugnación a la “racionalización de la vida moderna”. Se busca una “salida [pulsional] del cauce”, en la que “la desmesura” busca aliviar el esfuerzo que implica contenerse “en una imagen funcional del yo”. El resultado de estas pulsiones es la constitución de “identidades frágiles, fugaces, cambiantes” (“una manera de experimentar visiones”). Oliva calza dentro de la descripción efectuada por Zelada y que nosotros hemos querido articular dentro de la lectura teórica de Hopenhayn [10]. Pasemos enseguida a apreciar de forma más detenida a nuestro autor.



Carlos Oliva: La vitalidad de la poesía en medio de la búsqueda de la muerte

Fue Carlos Oliva quien adjudicó el nombre a esta agrupación, según lo relata Zelada: “a Oliva se le ocurrió una palabra corta y sencilla que representara al grupo: Neón. Era lo que anunciaba nuestra poesía urbana, Neón significa luz, luz en la oscuridad” (Alonso 22). Al asumir el nombre, es significativa esta intuición (o toma de conciencia) que pugna por la búsqueda de iluminación en medio de una crisis social cuya expresión más visible (sin olvidar la dolorosa suma de cadáveres, torturados y desaparecidos) son los apagones cotidianos en las principales ciudades del país, ocasionados por los dinamitazos senderistas a las torres de energía eléctrica. En una poesía que se autodenomina como urbana (anclada en lo marginal) esta denominación es doblemente apropiada: el atrincheramiento neotribal se encuentra ubicado entre los dos fuegos de la guerra (compartiendo el “fuego secreto de la palabra” como señala Ildefonso) y esta confrontación armada impulsa hacia el desconcierto y la desorientación expresados en balbuceos (la autodestrucción, el estado perpetuo de ebriedad y alucinación que atestigua Zelada). Balbuceos entendidos como las primeras manifestaciones de un proceso, en este caso el que comprende el transcurrir temporal del periodo histórico en el que se enmarca Neón y de donde proviene su carácter (neotribal, atrincherado y balbuceante) de grupo. Carácter acorde con “la creciente incertidumbre que produce el tránsito hacia la posmodernidad” (Brunner 1999: 250) y que se da a través de manifestaciones dificultosas y vacilantes (pero altamente intuitivas) en consonancia con los “males políticos” (Zizek) con los que se veía confrontada esta agrupación.

En nuestro autor, dicha intuición se vio oscurecida por un sentimiento de desesperación sin fin, tal y como señala el título de su poemario póstumo, que dejó organizado para una virtual publicación: Lima o el largo camino de la desesperación. Este tipo de sensibilidad se limita dentro de una serie de fenómenos comunes latinoamericanos señalados por Fernando Calderón: actores sociales fragmentados, violencia y conducta anómica urbana, lógicas y economías perversas como la droga. Se trata de una sensibilidad, como sostiene Brunner al inicio de su libro Globalización cultural y posmodernidad, encuadrada en una atmósfera de estructuración de un nuevo tipo de conciencia mundial (acorde con el “complejo industrial massmediático”) que explica el “claro retroceso” en el que se hallan las “antiguas conciencias del mundo [conciencia de clase, conciencia metafísica, conciencia positivista; es decir, cualquier] conciencia construida sobre un meta-relato de la historia, según dirían los posmodernos” (1999: 13-4). Por ejemplo, en el “texto confesional” (5-6) que se publicó como introductorio a esos poemas Oliva expresaba lo siguiente:

Escribo como un alucinado, tal vez esto se explique porque en cierta época de mi vida me sumergí en el desorden de los sentidos. Sin embargo, ese desorden tenía un orden interno que yo solamente sabía.

He vivido a la manera de los poetas malditos y no porque haya pretendido imitarlos sino porque ese fue mi destino. Es más aún, en la época que viví de esa manera sólo los conocía de nombre e incluso ahora no he podido leer toda la poesía de ellos.

El placer es el abismo por donde caen mis sentimientos. Al modo de Rimbaud me he entregado a los excesos, incluidos los de las drogas. He vivido buscando lo desconocido.

Cada vez que busco con desesperación una cosa que termino por encontrar comprendo que eso no basta. Entonces, preso de una fuerza extraña, busco otra cosa hasta conseguirla sabiendo de antemano que no me satisfacerá; es por ello que disfruto con el dolor y deseo la muerte (6).

Ya sea “desorden”, según la mirada condenatoria del Otro, u “orden interno”, según la auto-percepción del poeta, lo cierto es que la búsqueda de “lo desconocido” marca esta trayectoria vital con una actitud que se ve asociada a los “poetas malditos” (Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, los beatniks). Asociación dada por el “destino”, escribe el poeta, pero que en realidad es llevada a cabo por el Otro, en este caso asociado a la “ciudad letrada”, la cual emite dicha relación aunque el conocimiento textual o acto de lectura por parte del poeta no se haya producido a profundidad (“sólo los conocía de nombre”). Como sostiene Judith Butler, la dominación efectúa su “mayor eficacia” cuando aparece como su Otro. El “punto de oposición a la dominación” es el instrumento a través del cual opera la dominación, ésta se ve fortalecida a través de la participación de uno en la tarea de oponérsele. Este “colapso de la dialéctica nos da una nueva perspectiva porque nos muestra que el esquema mismo por el cual se distinguen dominación y oposición disimula el uso instrumental que la primera hace de la última” (2003: 34). De ahí que resulte sintomático en Oliva esa búsqueda de lo desconocido signada por una “fuerza extraña” que excede la satisfacción del deseo (placer = abismo). Y de ahí también los excesos y las drogas (lo que Hopenhayn llama el “rebasamiento” y la “efusividad del desborde”) asociadas, no obstante, con ese “rechazo de los límites” (“versos sin frenos”, como veremos más adelante), y con esa “rebelión contra la autocontención gregaria” que apunta este mismo autor. Una rebelión entendida como “evidencia experimental” del “derrame emocional” y como afirmativa transgresión que la exploración provoca en la subjetividad, es decir, en el propio poeta. Porque no olvidemos que este fragmento autobiográfico, confesional, en realidad empieza dándonos cuenta del acto de escritura (“Escribo como un alucinado”). Punto de partida desde el que se despliega la rebelión del rechazo a los límites. En ese sentido, estas ideas las podemos enlazar con lo sostenido por Alicia Genovese en relación con el posicionamiento del yo en la poesía:


En su afirmación verbal y discursiva la poesía puede posibilitar un posicionamiento del yo, de la subjetividad[;] la poesía puede reestablecer relaciones perdidas entre subjetividad y objetividad. [...] La palabra poética, por más radical que sea el descondicionamiento del lenguaje que su autor persiga, no deja de ser comunicante, una comunicación que es resonancia de la lengua instrumentalizada (objetiva) y también o sobre todo eco de un ensimismamiento de un diálogo interno, de un exilio. El arrastre subjetivo del poema, que nada tiene que ver con el uso de una primera persona gramatical o una tercera, ese arrastre subjetivo es la resonancia que la lectura crítica marca como estilo y que muchas veces una lectura más incondicional recoge como deslumbramiento (213).

Más allá de las miradas condenatorias y de las autocontenciones de cualquier tipo, el derrame emocional y la transgresión que la subjetividad lleva a cabo a través de sus exploraciones (sus búsquedas desesperadas) provocan la voluntad afirmativa, verbal (estética) y discursiva (política), de la escritura poética. Voluntad orientada hacia la comunicación a través del eco del exilio dentro del orden interno. Orden interno, exilio y eco impregnados del reclamo de lo abyecto por “una descarga, una convulsión, un grito” por parte del yo (Kristeva 8). Para Julia Kristeva “lo que revela lo abyecto es la comunicación verbal, el Verbo. Pero al mismo tiempo, sólo el verbo purifica lo abyecto” (34), el “[c]uerpo y mente escarnecidos” como manifiesta un verso de Oliva (21). Poesía y comunicación son las que permiten el reestablecimiento de las relaciones perdidas (transgredidas, rotas) entre subjetividad y objetividad (“alineación del yo con la liberación del yo” en palabras de Hopenhayn). Es momento que el propio Carlos Oliva nos diga su verdad a través de la poesía:


He visto una ciudad
una avenida
una calle inundada de cantos
De poemas sonando como bocinas de carros
Y autopistas sin guardias de tránsito
Poemas a 200 Km. P/H
Libres
raudos
veloces por llegar
a los oídos del mundo
donde la ansiedad
la droga
y los atropellos
inventan colores siniestros
Y en medio de todo
Yo con mi bocina
Yo con mi voz levantada
Entre tantos accidentes
Risueño
Ilusionado
Y sin más palabras
Que estos versos sin frenos por las avenidas.


(Oliva 7)



El “arrastre subjetivo” de este poema es innegable. Si bien su estilo responde, por el tono y el lenguaje, al ya consagrado registro narrativo y conversacional en auge en Latinoamérica desde la década del sesenta, su “deslumbramiento” reside en su descarnada sinceridad - aquello que Chueca llama “la fuerza de la honestidad” (81)- en la descripción de una realidad en la que se funde la poesía misma [11]. De ahí que podamos leer este texto como un “arte poética”, en línea con el “aullido” ginsbergiano. [12]

El poema no tiene límites de velocidad, pero el poeta es consciente del paso del tiempo (el placer visto como un abismo que lo lleva a la droga y a desear la muerte). Su canto busca conectar esas “relaciones perdidas entre subjetividad y objetividad” (el autor y la realidad) que señala Genovese, de ahí que, en medio del largo camino de la desesperación, su poesía en libertad ansíe llegar “a los oídos del mundo” a la máxima velocidad posible. En esa búsqueda el poeta no se engaña, sabe de esa ansiedad, droga y atropellos unidos como una cadena: la inquietud y la zozobra en este caso conducen a las drogas y de ahí a la muerte (los atropellos). En medio de ese mundo, el poeta reafirma su individualidad (“Yo con mi bocina / Yo con mi voz levantada”), alegre y aún esperanzada, para concluir en un final que no conoce desenlace, pero que el lector puede adivinar: las palabras (los versos) son autos sin frenos que recorren la ciudad. La comunicación (poemas “libres / raudos / veloces por llegar / a los oídos del mundo”) se ve contrarrestada por los “colores siniestros” que “la ansiedad / la droga / y los atropellos” inventan. El resultado de la invención (el descubrimiento de algo nuevo o desconocido) se da a través de una imaginación alterada y conectada con un mundo en declive y ruina de donde procede lo siniestro.

Producidos en medio de una guerra y en una época por ello mismo convulsa y angustiada (esa búsqueda de luz), estos versos no llegan a encontrar un anclaje específico más allá de su propia autoreferencialidad, es decir, en la poesía misma. Y no se trata de una poesía que se entronque con la tradición mística o la búsqueda de la paz interior. Es más bien el grito (en consonancia con los balbuceos neotribales de Neón) de una aflicción que busca salir a flote en medio del caos y la abyección. Este grito, expresado a través de la metáfora de poemas como autos corriendo sin frenos a doscientos kilómetros por hora, es testimonio contundente de una realidad que no ofrece salidas fuera de la guerra, la miseria y las propias drogas. Ese grito manifiesta una abierta voluntad de choque (ir sin frenos buscando la muerte) en el que estallan sobre todo las contradicciones: ir risueño e ilusionado “entre tantos accidentes” y a una velocidad que excede cualquier norma de tránsito.

El poeta se sabe “en medio de todo”, en medio de los dos fuegos de la guerra, en medio de sí mismo como parte de una ciudadanía mutilada [13] y en proceso de una nueva desintegración antes de su reciclaje (la muerte vista como purificación). “En este nivel de caída del sujeto [el autor] y del objeto [la realidad], lo abyecto equivale a la muerte. Y la escritura que permite recuperarse equivale a una resurrección”, escribe Kristeva (39). De ahí que en medio de todo ello el poeta sólo atine a expresarse y a cantar. Un canto en (y de) la ciudad (“poemas sonando como bocinas de carros”, “Yo con mi bocina”) que constituye su identidad a través de la velocidad desbocada que no puede dejar de considerarse suicida. Y esta es la contradicción mayor y más importante porque se sitúa en la propia humanidad del poeta. Oliva (hacer la distinción con un yo poético puede resultar banal y absurdo, dada la identificación o estrecha cercanía entre uno y otro, aunque es obvio que esto no anula la distancia, es decir la construcción [14]) persiste en la ilusión de la vida aunque no le queden ya palabras sino la constatación de un recorrido que no conoce límites ni su propio destino en la parada siguiente. Es en esta misma noción de ir a una velocidad sin frenos (que hemos asociado con un grito o llamada de alerta) donde podemos indicar que el reestablecimiento de las “relaciones perdidas entre subjetividad y objetividad” se ha llevado a cabo. Un reestablecimiento desde la anarquía, y que se da de manera fugaz (tanto temporal como espacialmente) en el breve lapso de una velocidad “a 200 Km. P/H” en una ciudad “sin guardias de tránsito”.

Su contradicción limpia y heroica en su gesto romántico reside en esos instantes fugaces (ya idos) de temporalidad que en el segundo siguiente ya conocerán (sabrán y/o encontrarán) la muerte [15]. Es en esta terrible aceptación que religa su Yo pleno (así, whitmanianamente, con mayúsculas) con el mundo (subjetividad y objetividad entrelazadas, fundidas) donde se anulan (donde chocan) todas las contradicciones, pues excede un posible cuestionamiento de los otros para constituirse en vida heroica merced a su (limpia) muerte que ha atravesado también el mal (los de la culpa, y los de la política ya señalados por Zizek). El mal y con ello el pesimismo, de ahí que no sea precisamente una contradicción esa ilusión que acompaña a la pulsión de muerte.

Más allá de su propia entrega, la imposibilidad de escapatoria (¿de purificación de lo abyecto?) tiene que ver de alguna forma con el tipo de sociedad en la que se inserta la tarea de Oliva. Es larga la tradición tanto de escritores como de pintores y pensadores que se vieron confrontados y cedieron ante el alcohol y las drogas. Oliva no es un caso ajeno a ello [16]. El suyo se da al interior de un proceso social (“en medio de todo”, como dice uno de sus versos ya citados) donde el espacio ganado por las drogas empantana cualquier proyecto. Como sostiene Calderón, en nuestras sociedades


[p]roducción, comercialización y consumo de cocaína no son sólo nuevos y trascendentales hechos socioeconómicos, sino por sobre todo nuevos actos culturales que producen la quiebra de relaciones sociales significantes, inducen a la pérdida de nociones de temporalidad y espacialidad y en definitiva a la ausencia de identidad personal y societal (8).

La heroicidad de Oliva lleva el signo de la derrota en consonancia con los tiempos donde se dio. En la presentación póstuma de su poemario, el poeta Pablo Guevara (profesor suyo en la Universidad de San Marcos, mencionado en el texto introductorio del libro) expresó las siguientes palabras que insertan a Oliva en la tradición del artista suicidado por la sociedad, tal y como Artaud dijera de Van Gogh: “Pensé que él iba a ganar la guerra a la ciudad, pero no fue así. Fue asesinado por la sociedad. Lima lo mató” (Anónimo). La droga es un síntoma del problema que tiene que ver con la desarticulación social y la pérdida de rumbo. Consumir drogas no sería un acto (una decisión) exclusivamente individual, la sociedad (y su red de producción, comercialización y consumo) contribuiría a ello [17]. En ese sentido, existe una consecuencia con la fusión neotribal que en Oliva tomó la vía de la destrucción.

A pesar de ser fundador de una agrupación poética (y quien le adjudicó su preciso nombre), Oliva ya no pudo (o no quiso) fundir su cotidianidad (su tiempo y su espacio) con la de los otros poetas más jóvenes que él. Neón significó más bien la ofrenda (su manifiesto cultural) que el autor quiso brindar a la nueva generación que a su manera lideró en sus primeros pasos. Le impregnó de su carácter y de su sello. Su grito como bocinazos sin guardias de tránsito (un grito desde la anarquía) no pudo ser escuchado en su momento con la sabiduría y comprensión necesarias, aunque sí se percibió desde el principio su sonoridad, su deslumbrante poesía. Hechos de signo distinto como matanzas, coche-bombas, plagas o la naciente dictadura pusieron en segundo plano ese grito, esa protesta18. Pero el tiempo no ha podido silenciar su canto. Neón haría suya esa expresión, aunque el tiempo de tránsito (de desencanto y angustia) en el que se constituyó ya no permitiría el grito. O quizás sólo “[e]l grito perdido del balido airado nocturno desolado oscuro sin eco”, como se lee en otro poema de Ildefonso (1999: 30) [19].

La confusión alentó el atrincheramiento neotribal (la pandilla como hogar que mencionaba Zelada) y a su vez adelgazó su expresión (balbuceos, palabras como huellas abandonadas en la página en blanco). Quizá, como sostiene el propio Hopenhayn, “el paganismo neotribal de nuestras ciudades responde todavía a una sed de utopías: voluntad micro-utópica que busca aglutinarse en tribus o pequeños grupos y que quiere constituir imaginarios irreductibles a la lógica del mercado, al consenso de superestructura y a la racionalización del trabajo” (31). Utópico o atópico, lo cierto es que la herencia de Carlos Oliva dejó la huella de su literatura, las señales en el camino. Un sendero marcado por el color negro de la anarquía y la desesperación, pero iluminado por los candiles de la poesía.



Ottawa, abril 2004 /última revisión: Lima, julio 2004







Bibliografía y notas

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[1] Este ensayo fue presentado en abril del 2004 como trabajo final del seminario “Versiones latinoamericanas de la postmodernidad” a cargo del profesor Gastón Lillo en Ottawa University. Fue leído en JALLA (Lima, Universidad de San Marcos, 9-13 agosto 2004). Queremos agradecer los comentarios puntuales a las primeras versiones de este ensayo por parte de César Ángeles L., Victoria Guerrero, Miguel Ildefonso, José Antonio Mazzotti, Róger Santiváñez, Leo Zelada, Juan Zevallos Aguilar y, especialmente, Luis Fernando Chueca.

[2] En menor medida utilizamos también algunos conceptos de José Joaquín Brunner, Raymond Williams, Slavoj Zizek, Fernando Calderón, Judith Butler, Julia Kristeva y Alicia Genovese. Asimismo, nos valemos de las declaraciones de dos integrantes de esta agrupación (Miguel Ildefonso, Leo Zelada) y de las opiniones de dos observadores locales (Luis Fernando Chueca, Pablo Guevara).

[3] Esto sin descontar a otras organizaciones de jóvenes implicados en el nuevo movimiento social anti-globalización de defensa de los derechos humanos como “Hijos” de desaparecidos en la Argentina, por citar un caso en la región. Alicia Genovese ofrece una óptica de este movimiento desde la joven poesía argentina de los noventa, años que se vieron “atravesados por un crescendo de la violencia en las calles, un aumento de delitos en parte causados por el incremento de la pobreza y la desocupación que trajo aparejada la instalación de la economía neoliberal” (209, todos los énfasis en las citas corresponden a los autores).

[4] Sobre el desempleo, la desocupación, el aumento de la pobreza y la desigualdad en Latinoamérica, véase el libro de José Nun Marginalidad y exclusión social. Véase también El capital cultural de los jóvenes de Roxana Morduchowicz para una lectura de este en tema en relación con la cultura popular, la educación y las imágenes de los medios de comunicación.

[5] Si bien este texto lo consultamos de un libro publicado en 1994, en las fuentes de procedencia de los ensayos incluidas al final de dicho volumen (página 263) se señala que este trabajo de Brunner es de 1991.

[6] Dice Luis Fernando Chueca: “los años 1990-1993 […] sin duda marcan una `primera etapa´ del grupo, ajena en gran medida a la posterior reaparición liderada casi exclusivamente por Zelada” (68). Indiquemos que Leo Zelada luego de una experiencia de cinco años (1993-97) por diversos países de Latinoamérica (Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Cuba) y Los Ángeles en los Estados Unidos, regresaría al Perú para posteriormente (hacia finales de la dictadura fujimorista) formar una ‘segunda etapa’ del grupo (para remitirnos a la distinción hecha por Chueca) básicamente con nuevos integrantes. Queremos apuntar desde aquí nuestra plena participación en esa ‘primera etapa’ de Neón. Para una primera lectura de la poesía peruana de los noventa en relación con el marco histórico nacional e internacional, véase Ángeles 2000, apartado II.

[7] John Beverley afirmaba lo siguiente en una entrevista efectuada poco antes del 12 de setiembre de 1992, pero publicada un año después: “Fujimori y Sendero han monopolizado el espacio político entre ellos, [representando] ambos dos tipos de autoritarismo relacionados con modelos alternativos de una ‘modernidad’ nacional. Para mí, el esfuerzo de crear una alternativa democrática y popular en el Perú [...] es de hecho ‘postmoderno’, aunque nunca se llamaría así a sí mismo” (Zevallos Aguilar 1993: 44).

[8] El año 2002, diez años después del autogolpe fujimorista y con el nuevo regreso de la democracia formal, un Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación daría como resultado un total no de 25 mil sino de 70 mil muertos y desaparecidos producidos por la guerra interna que desangró al país. 45 mil víctimas más de las que se consideraban hasta el momento previo al Informe, y que sumaron una reducida toma de conciencia en la ciudadanía peruana, históricamente “amnésica”. Dicha Comisión fue creada para “‘esclarecer el proceso, los hechos y responsabilidades de la violencia terrorista y de la violación de los derechos humanos producidos desde mayo de 1980 hasta noviembre del 2000, imputables tanto a las organizaciones terroristas como a los agentes del Estado’, incluyendo las acciones de grupos paramilitares” (Manrique 23). Aquí es bueno señalar que el tercer Mal político que diferencia Zizek es “el Mal ‘terrorista’ fundamentalista, abocado a infligir daños masivos, destinado a causar miedo y pánico” (el cuarto es “el Mal ‘banal’ de Arendt, llevado a cabo por estructuras burocráticas anónimas”). Sin embargo, hemos preferido no incluir este tercer Mal dentro de nuestro análisis ya que, como dice el propio Nelson Manrique, existe confusión cuando se aplica taxativamente el término “terrorista” a Sendero Luminoso: “Cuando se trata de hablar sobre SL, existe una forma de liquidar el debate que se ha convertido en una convención implícita; consiste en calificarlo de terrorista. Cuando la discusión llega a ese punto, aparentemente es imposible decir una palabra más sin correr el riesgo de ser considerado, en el mejor de los casos, como conciliador con SL, cuando no un senderista encubierto. Sin embargo, la caracterización de `terrorista´ aplicada a Sendero, más que explicar confunde, pues no hay manera de entender, a partir de la experiencia histórica concreta de las organizaciones definidas como terroristas, cómo es que al borde de la nueva década [del 90] SL no sólo no haya llegado a su actual nivel de desarrollo, pasando a convertirse en un dato decisivo para cualquier análisis que se interrogue sobre el futuro del Perú. Es necesario distinguir, pues, entre la utilización del terrorismo como arma, práctica a la que Sendero recurre habitualmente, y la naturaleza de esta organización, que es mucho más compleja que el simple terrorismo. Pero para entender el fenómeno senderista es necesario comprender al país que hizo posible su emergencia. Y para explicar su extraordinario desarrollo debemos preguntarnos por las carencias profundas de la sociedad peruana que el mismo delata” (77). En lo que respecta a la opinión que Oliva tenía de Sendero Luminoso, se lee en su “texto confesional” introductorio a los poemas de Lima o el largo camino de la desesperación: “[...]luego vinieron los recitales, siendo memorable el del 17 de mayo de 1991, en el que se presentaron la mayoría de universidades y poetas de la nueva generación, entre sonidos de petardos de dementes en la Ciudad Universitaria [de San Marcos]” (5). Luis Fernando Chueca toma a este recital como hecho simbólico de la silenciosa actitud asumida por la joven poesía de principios de los noventa en relación con la violencia política (116-9).

[9] En una entrevista realizada el 27 de junio de 1992, y publicada un año después, Zelada (quien por entonces aún se presentaba públicamente con su nombre bautismal Rubén Grajeda, hecho que anotamos pues como tal aparece declarando en la entrevista que mencionaremos enseguida) daría cuenta de otros aspectos del grupo: “Neón pertenece a las calles de la ciudad, no a un solo lugar. Nos hemos reunido en la plaza Francia, en la avenida Tacna, en cualquier lugar donde nos agarraba la noche. Un local siempre implica por un lado gastar -cosa que por lo general no podemos- y por otro lado cierta formalidad, una limitación para las ganas de expresarnos que teníamos. Hemos frecuentado casi todos los lugares en donde hay un bar, pero hemos preferido los lugares abiertos. Quiero referirme a la cuestión familiar que se ha mencionado antes: Neón para muchos de nosotros ha sido una familia; entre nosotros nos hemos acogido y apoyado, nos hemos contado frustraciones y alegrías, nos hemos aceptado tal como éramos, sin distinguir opciones sexuales ni políticas. Alguna gente nos llama marginales. Como ahora hay un auge de la poesía `maldita´, rebelde, a Neón le achacan también esa denominación y por eso dicen que somos marginales. Ahora también es una moda llamarse marginal, hay gente que vive de eso. Sin embargo, como nosotros rechazamos una serie de convenciones, también estamos al margen. Rechazamos cosas, las cuestionamos, discutimos para saber mejor quiénes somos y qué hacemos, no discutimos para golpear. Los cuestionamientos tienen el fin de llegar a algo, de encontrar salidas. Si no cuestionáramos no estaríamos vivos. Somos escépticos ante el discurso político, ante el poder oficial, ante las racionalidades formales, pero no ante la vida” (Alonso 27).

[10] Continúa sosteniendo Hopenhayn: “La fusión neotribal vuelve con otro sentido, como repulsa y protesta contra un orden que prescribe la identificación con el status quo, pero también como experiencia expansiva en esa misma protesta. El rechazo de los límites consiste menos en una invocación crítica que en un gesto afirmativo que se justifica por el rebasamiento que provoca en su artífice. El recurso a la transgresión implica otra propuesta contestataria: la distancia crítica se revierte en efusividad del desborde. No importa la falta de agudeza siempre que el derrame emocional sea una evidencia experimental más que una propuesta y que la transgresión sea afirmativa por la irrecusable exploración que provoca en la subjetividad. Importa menos su duración que su vibración, y menos sus encadenamientos hacia delante que su recurrencia espasmódica (su eterno retorno). La proliferación de tribus urbanas es sintomática. Rock, fiesta improvisada, encuentro esotérico, manifestación espontánea, barras de fútbol, grupos anfetaminizados o cannabizados, danzas terapéuticas, constituyen balbuceos tribales por cuyo expediente se busca este coqueteo con lo no domado: como rebasamiento y fusión en el rebasamiento, autodisolución o fiesta dionisíaca en que convive la alienación del yo con la liberación del yo. La droga también expresa esta rebelión contra la autocontención gregaria. Nuevo panteísmo urbano-moderno despoblado de dioses pero hiperpoblado por energías, nuevo paganismo envasado en mil rituales que invitan a romper el tedio de la individualidad o el sopor de la consistencia” (31).

[11] “El compromiso con la poesía -expresada en una exaltada voz, irreverente y coloquial- lo obliga a sumergirse vitalmente en el ‘largo camino de la desesperación’”, sostiene Chueca (81). Afirmación que se puede engarzar con lo escrito por el propio Oliva en el ya mencionado texto introductorio de su poemario: “El poeta, como dice Pablo Guevara, no es solamente un acto de escritura sino también un acto de existencia” (6).

[12] De hecho, uno de los poemas del libro está dedicado a Allen Ginsberg (“A un viejo poeta en Norteamérica”, 21).

[13] Veamos el siguiente concepto de ciudadanía dado por Carlos Vilas: “[…]ciudadano se refiere a un grupo de individuos libres e independientes que gozan de derechos de participación que compensan y, al mismo tiempo, ocultan las desigualdades socio-económicas, [mientras que] las relaciones de opresión, pobreza y explotación restringen el efectivo ejercicio de estos derechos ciudadanos. La fragmentación de la sociedad en diferentes tipos de comunidades es indicativa del carácter incompleto del proceso de individuación social[,] uno de los prerrequisitos de la existencia de la sociedad civil[…] Así, no toda sociedad es una sociedad civil. De manera similar, la ciudadanía no es simplemente el reconocimiento de los derechos formales sino más bien el resultado del proceso de una condición política, económica y cultural particular, históricamente constituida” (citado por Ileana Rodríguez).

[14] Vale la pena atender la siguiente observación de Judith Butler en El género en disputa, un libro que invita a promiscuirse con su apasionante e inteligente lectura del género (sus significados, sus normas, su construcción cultural, sus ‘naturalizaciones’): “No creo que el estructuralismo implique la muerte de la escritura autobiográfica, aunque sí llama la atención hacia la dificultad del ‘yo’ para expresarse mediante el lenguaje con el que cuenta, pues este ‘yo’ que los lectores leen es, en parte, consecuencia de la gramática que rige la disponibilidad de personas en el lenguaje. No estoy fuera del lenguaje que me estructura, pero tampoco estoy determinada por el lenguaje que posibilita este ‘yo’. Éste es el vínculo de autoexpresión, tal como lo entiendo” (2001: 23).


[15] Como señala César Ángeles: “Ya el romanticismo y el simbolismo francés terminaron de cambiar para la literatura contemporánea el punto de vista acerca del ‘héroe’; dando cuenta de un individuo que, como tal, fracasaba socialmente, pero lograba revertir esto potenciándolo como radical y digna contestación al frívolo mundo burgués. En cualquier caso, extrapolaron su escenario de victoria a otro territorio, lejos del fallido racionalismo y más cerca de lo ignoto, lo inefable. Expandieron el alma-oscurecida para espantar a esa conciencia infestada de armonía y confort fatuos. Este decurso individual fue llevado a extremos, en el siglo pasado -sobre todo por el existencialismo-; y entonces fue más evidente que si ‘héroe’, al clásico modo, encarnaba positivamente valores y conductas del orden social imperante, la nueva alternativa era un sujeto -heredero del siglo XIX- que asumía radicalmente lo contrario: el pecado, el mal, la marginalidad, el vicio, el absurdo... y por ello convenía percibirlo provocadoramente como ‘antihéroe’” (2001).

[16] En su texto ya citado el poeta es consciente de sus “muchos excesos”, pero a su vez exige que lo dejen vivir su propia existencia la cual, como hemos visto páginas arriba, se encontraba confrontada con esa desesperada búsqueda de su propia muerte: “Se ha tratado de mitificarme. Se ha propagado la imagen de un poeta marginal envuelto en la más patética leyenda negra. // Es cierto que en mi vida he cometido muchos excesos y tal vez gran parte de lo que se habla de mí sea verdad, pero también creo que uno es libre de hacer lo mejor que le parezca sin tener que ser cuestionado por los demás. Yo pretendo mantener mi privacidad y no me gusta que husmeen en ella. Pero también creo que han exagerado mucho al hacer comentarios sobre mi vida” (6).

[17] Con ocasión de un homenaje tributado a Oliva por los poetas de Neón y otros artistas jóvenes en abril de 1994, es decir tres meses después de su trágica muerte bajo las ruedas de un informal transporte urbano en la periferia del centro histórico de Lima, uno de los invitados, el poeta Róger Santiváñez, leyó un testimonio que entre otros aspectos señalaba lo siguiente: “En 1993, una de las noches de Lunes en Quilca, apareció Oliva en la Reja en medio de la poesía y el rock. Con sus ojos de tigre inquieto, su delgada figura y su personalidad dotada de un contagiante nerviosismo; el Rey de la calle sonreía entre el humo y el fragor de la noche oscura del alma. // Noche que posiblemente lo llevó a salir de su casa e internarse en la selva maldita de la cocaína base, para nunca más volver. Una noche de noviembre visité aquella selva de mi soledad y cuál no sería mi sorpresa: irreconocible Oliva me pasa la voz y se adelanta ante el lumpen imponiendo respeto para la poesía. Abandoné la zona dark después de un abrazo a Oliva. No sabía que era el último que nos íbamos a dar. Me conmovió su entrega a la destrucción que conlleva esa droga, pero no pude alucinar su muerte, quizá porque siempre nos queda un resquicio de solución y esperanza. Pero él no lo quiso así. Por el contrario optó por la destrucción y murió en su ley. La ley de la calle, allí donde fue un rocker desde adolescente[...] Pandillero y rebelde como él solo, terriblemente tierno. Oliva es el héroe de nuestra época. Murió por salvarnos a nosotros. De eso estoy seguro. He allí su poesía y su gloria” (1997: 7).

[18] “Poesía con cólera” fue el nombre de un ciclo de recitales de poesía joven que organizó en 1991 el grupo Neón en doble alusión a su propia ira contra el estado de cosas y a la enfermedad (el cólera) que por ese entonces asolaba el país. “Rabia de mujer” fue otra actividad de alusión similar.

[19] Imagen que trae a la memoria la despectiva expresión “la manada Neón” (emitida a raíz de lo que denomina “el gesto neo-vanguardista egocéntrico disfrazado de opción colectiva”) que utilizara Miguel Ángel Huamán en un trabajo concerniente a otro sector de la poesía peruana (1994: 276; trabajo que mereciera una crítica de Juan Zevallos Aguilar 1996). Una versión más reciente del fallido sentido del humor del profesor Huamán puede apreciarse en las siguientes líneas, escritas a propósito de una explicación de la différance derridiana en el contexto del castellano andino del Perú: “Existen [...] infinidad de chistes que aluden directamente a esta presencia de la lengua de sustrato; por ejemplo, uno en el que un criollo violador escucha gritar a la muchacha andina, que tiene el dedo aplastado y él no sabe: ‘Me dido’ y se burla diciéndole que nada de ‘medido’, que ya lo tiene todo adentro” (2003: 103).



[fuente: Revista Espéculo, no 29. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid]