sábado, 28 de junio de 2008

LOS MUSGOS TERRÁQUEOS

Los musgos terráqueos: la poesía de los noventa / Rubén Quiróz Ávila




UNO

Curiosa nuestra sobrevivencia entre tantos avatares. Curiosa también la cantidad de poetas que hay en este país, casi hasta el hacinamiento. Pero desentrañar las tendencias, mapear los constructos literarios, ubicar las regiones donde la elaboración poética obedece a una suerte de laboratorio científico, o de aquellos donde es una casualidad urbana o un ejercicio confundido entre la profilaxis y la desesperación ética, es más bien una empresa que requiere un tratamiento paciente, riguroso, hormiguero, casi de cronista para lo cual no estoy preparado por una simple decisión de voyeurista. Y como tal, elijo. El ojo adecuándose a lo que mira su deliberación. La otra responde a los que asuman su propia arqueología del saber.

Prefiero más adecuado ubicarme dentro de ese proceso para mencionar , sospechosa, subjetiva, caprichosamente, los poemarios que prefiero por razones de comunidad y atmósfera lingüística, casi como una suerte de reencuentro familiar o de afinidad electiva.



DOS

El libro capital del proceso poético nacional es Trilce, esa obra maestra de la exploración humana en el lenguaje. Creo que es en ese eje que va a construirse cierta manera de la poética contemporánea. Digo esto siguiendo el postulado de ese magnífico misógino austriaco Ludwig Wittgenstein, reelaborador de la filosofía de la conciencia iniciada por Kant, que en su Tractatus planteara. Es decir, la conciencia se manifiesta a través del lenguaje de forma isomórfica con la realidad. Solo se puede indicar las cosas (o el sistema de cosas) pero no decir nada de ellas ya que su sentido corresponde al juego de lenguaje en que está inscrito. Eso es simple y pasmoso. Es por eso que el viejo Vallejo padeció tanto, sufrió por que el lado del lenguaje en la aprehensión de la realidad era frustrante, condenado casi a una forma de silencio pero que muestra ásperamente ese roce continuo, esa lucha bordeando lo dialéctico para concebir cierta posibilidad de conocimiento. Estamos enfrentando los límites del discernimiento humano y las chispas y desgarraduras y astillas que ejecuta semejante pretensión.

Trilce se convierte así en el fantasma que recorre el cuerpo poético hasta los años 90 pero formando cierta secreta pero firme región incubadora. La polifonía construida por Churata con el majestuoso Pez de Oro en los años 30 y la veta vallejiana, van a mostrarse contundentemente recién en los sesenta con Mirko Lauer, ese concertista tórrido rumbero y criollo como él mismo harto de lucidez jocosa escribidor de Tropical Cantante (2000), y Juan Ojeda, inventor de esa propuesta monumental como es Elogio de los Navegantes (2000). Un poeta no muy conocido pero que merece toda nuestra atención es el demente Guillermo Chirinos Cúneo creador de El Idiota del Apocalipsis, fabulador del conocimiento del mal y del misticismo de Giordano Bruno, oscuro, ajeno, lleno de voces y sombras, entronizado en el espejo del desorden mental, muerto en los años 90 completa y verdaderamente loco habitando un barco viejo en las aguas del Callao, acosado por las extremidades de sus animales interiores, sus propios demonios sucios y puros, rodeados de halos zumbadores y voraces, siempre a la víspera de las luces nonatas, lector secuaz de Lovecraft y Lautremont, persistentemente conversando consigo mismo, extraño y hambriento de desesperación, entre la vigilia y el sueño, nunca en su sitio, olvidado por los mezquinos, misántropo y mirando en el doblez, encerrado como una hidra en los subterráneos, fabricando hogueras para desovar oscuridades enormes, antropófago puro y con una conciencia implacable que no reposa; lejos ya de la caduca poesía cisneriana, cómoda y virtual, tan coyuntural y lleno de falsa modestia como ese maestro zen costeño José Watanabe, acaso uno de los mayores peligros de la poesía actual por sus lecturas conservadoras y monotemáticas.

En los setenta, apartados del vocinglero e imaginariamente hiperbólico Enrique Verástegui, perdido ya en su barahúnda común deambulando descalzo por el centro de Lima entonando arias incomprensibles, del ruidoso e inútil camote horazeriano, incoherentes con sus premisas iniciales, aburguesados, envidiosos, muriéndose por el éxito editorial, solo se salva ese ilustre poeta Juan Ramírez Ruiz, lleno de ebriedad lingüística como lo señaló con Las Armas Molidas; y el no muy conocido pero extraordinario poeta Vladimir Herrera, que habita el valle del Urubamba escribiendo entre brumas serranas y soles curvados.

En los 80 casi no hay poetas importantes pero si mucho ruido, creo que Mario Montalbetti, caminante de Fin Desierto y Llantos Elíseos (2002), va a tener la suficiente inteligencia para horadar el lenguaje en sus dimensiones posibles. También el ardor oral de Domingo de Ramos, Rodrigo Quijano y Roger Santivañez, animales de palabras, chefs nativos y atentamente pendejos con el lenguaje callejero migrante, escritores mestizos y semejantes, voces arrojadas del paraíso, inscritos entre los fabricantes admisibles, inevitables para lecturas futuras del rollo poético de esa década feraz.

Pero, Montalbetti, ubicado al borde del misticismo se despoja de sabiduría racional y la intuición aparece suprema y convincente. Esa vocación por el metalenguaje, la meditación apaciguada sobre lo inaprensible, el taladrar la aproximación de las cosas hasta su delirio minucioso, el acercarse convencido a rozar el conocimiento de los mundos posibles, sospechados por Leibnitz, anudado a la barca donde las sirenas convocan la desgracia, ungido como un buceador de las marañas y artilugios que descubre la soledad constante, lentamente atravesando las curvas y esferas y poliedros que conlleva la aceptación de la convivencia en la frontera del solipsismo:


"el lugar en el que las nubes se parten
sobre nosotros en afiladas astillas de plata
y las astillas se parten a su vez en originales
sílabas humanas y éstas en oscuras emanaciones
de inconfundible terror”


(de Llantos Elíseos)


Otro poeta simplemente oculto y espléndido de esta década es Reynaldo Jiménez (1959) que vive en Argentina admirando a Perlongher y sus horizontes, autor de libros como Tatuajes (1981), Eléctrico y Despojo (1983), Las miniaturas (1987) y el exquisito Musgo (2002). Sus textos de rigores fluidos, multidireccionados, turbulentos, es como estar dentro de un batiscafo, donde sólo la inmersión es posible y todo contacto con las signos de la realidad conocidas han sido un mal recuerdo a consecuencia de lo erróneo que es la confianza en los sentidos. Mas bien es la tercera vía parmenídea la que guía la búsqueda:


“sales del eclipse y entras
a la guirnalda fugitiva
encinta con el santo desigual
de precipitación, de la fuente
sincera que es un círculo
en la arena, o un cero
que ahueca la boca”


(de Musgo)


“en la hora del desoculto impedimento y de la trémula
libación entre los tiempos que a juntarse no volverán
sino en la otra mejilla de aquesta luna sin la cual
ojo no hay; en la hora”


(de Musgo)


A pesar que en estos años la poesía sufre un retroceso patético con la poesía mal llamada femenina, infectadas con sus rollos domésticos y descripciones coitales, sus sufrimientos vaginales y colmadas de reinvindicaciones de género y señala toda una estética que plaga aún los resquicios del quehacer literario. Estamos ante un enorme pliego de reclamos séxicos, poemitas de alcoba que oscilan desde la ridiculez vaginal hasta el patetismo onanista, pandemia literaria que infecta también a la narración apadrinados por las grandes editoriales.

La tradición nacional, dominada por varones, salvo el caso excepcional de Amarilis, desliza una venganza largamente ansiada por las hijas de Lilith. No sólo se convirtieron en una versión del sueño del pongo arguediano sino que su opresión mental estalló en voluptuosidad corporal. Justamente ahí el detalle. Ante la concepción del cuerpo encerrado y reprimido por el sistema falocéntrico, las mujeres en arranque individual primero y colectivo después, acapararon uno de los centros del debate cultural. El descubrimiento de ellas mismas por ellas mismas, significó el reconocimiento de intenciones no asumidas, de deseos retenidos, de estrujamientos antiguos. Ello es verosímil y hasta coherente si uno cree en la humanidad como especie, o peor, supone una fe en la convivencia social. Entonces sus voces húmedas, segregan:


“los labios vaginales erizados
Orina-me dices-….
Me acerco a tu cara lentamente
Y mis piernas endurecidas van formando un chorro que te baña
Luego abres la boca
Mi chorro te baña
Abres la boca/mi chorro caliente/tu lengua caliente
Tu boca llena/tu boca me llena”

Rocío Silva Santisteban



Transformado en un exquisito muestrario que perfila crónicas de ejercicios clitóricos, gimnasias uterinas, ingestión pantagruélica de falos, viajes coitales, baños seminales, promiscuidades insólitas, que señalé en El Champú de Medusa. Antología de poesía feminoide (2001), y causó escozor en las señoras y señorones tanto como en esos mediocres poetas de El portero de Noé. Antología de poesía deleznable (2001). Caso que también es notorio en algunos críticos literarios, que furiosos y llenos de espuma reclamaban la sinrazón supuesta de tocar a cierto ídolos . Sólo anotaré un caso, el del buen Abelardo Oquendo, escribidor de guiones periodísticos, que respecto al Portero de Noé dijo lo siguiente cuando incluí un poema de Westphalen en la antología mencionada: “Echar ese poema (Supermán) a su deliberado basurero es algo que no se le puede perdonar a los antólogos. Quien piense que es un mal poeta está descalificado para juzgar poesía” (diario La República).

A pesar de sus intentos por no tocar a las vacas sagradas, se demostró que nadie es intocable ni perfecto, y mucho menos si es un creador.



TRES

Los 90 así se van a ver rodeados de muchos peligros : Cisneros, Watanabe, Verástegui, y el redescubrimiento de ese bardo para adolescentes como fue el quimérico trágico Luis Hernández, autor de poemitas inofensivos y quinceañeros, producto massmediero cumplidor de ansias juveniles e insoportable como poeta contemporáneo. De esa combinación, más lecturas trasnochadas y en traducciones esperpénticas de Blake, Rimbaud, Artaud y otros malditos, aparece una larga fila oleaginosa, urbanoide, afectuosos seguidores tercermundistas, patéticos, risibles, ingenuos poetastros, imaginarios suicidas a lo Pizarnik, llenos de ataraxia y de fingimientos marginales, hablando de los mundos infectados de tribus adictas, pregonando discursos contraculturales patéticos y candorosos, incluso había por allí quienes querían repetir el acto imbécil de los suicidios literarios, según el modelo que repentinamente los asaltaba, siempre teatral y cobarde por supuesto.

Estos, los más, premiados incluso por el Copé de Poesía uno de los supuestamente más prestigiosos y cautelosos del país. Contaré una historia de los conciliábulos del jurado, filtrado y difundido en algunos círculos de lectores, en el Copé 2001, una integrante del jurado de ese año premió un libro por que creía que era de un ex-compañero suyo porque el título le sonaba familiar, abierto los sobres, la pobre no ocultó su sorpresa para ella ingrata, ya seguro menopáusicamente entristecida, mientras exclamaba su ay, no era él.



LOS MUSGOS TERRAQUEOS

Cada grupo de poetas a veces comparte la amistad de un poeta vivo que admira, y eso sucede con Pablo Guevara (1930-2006), entrañable y lúcido, no solo dispuesto a la conversación inteligente sino a la agudización de la percepción poética. Con su monumental La Colisión (1999) se encuentra entre las propuestas más complejas de la poesía peruana contemporánea y además de su constante renovación, atento a las variantes y texturas nuevas de los libros de poemas, esto también es un reconocimiento a un amigo querido y maestro de larguísimas conversas de mediodía rodeados de vegetales o pájaros o cielos despejados allá en Pachacamac donde reside acompañado de Hanne, su estupenda compañera de toda la vida.

El primer poeta que surge en mi mente y del cual se puede decir algo es el geómetra y tenor Rafael Espinosa (1962), autor de los libros Reclamo a la poesía (1996), Fin (1997), Geometría (1998) y Pica-Pica (2002). Seguidor secreto de Walcott, encantador del lenguaje, saqueador de sílabas, amante matinal de Lezama, colmado de física cuántica, detenido en el principio de incertidumbre, erótico de las palabras, maniático de las pulsaciones que nos llevan a sumergirnos en las formas de la realidad ni siquiera imaginadas, no solamente se divierte con los mundos lingüísticos que ataca a mansalva y estira y amarra y anuda y despliega y refriega sino que su aura moderna se instaura como un perceptor áspero de lo que puede verse no con los ojos pero oscila en los tintineos de los sentidos donde se plantea toda una ontología de aquél que descubre, herido, la posibilidad de nombrar cosas, de no aprehenderlas porque desaparecen, entonces queda rodearlas de aristas semánticos. Esta física de los sentidos atravesado por una fuerte compulsión erótica pero que niega el goce de la carne ya que hay un abismo entre lo que el cuerpo sabe y la conciencia que lo recibe, todo a través del lenguaje:


"lanzaba la mirada muy lejos,
el drama de las erróneas perspectivas,
al futuro
no
al rastro decreciente del delfín
no,
sino a un estado cuya condición era simplemente
mantener frente a nuestra conciencia equidistancia
no importa cuánto nos apresuráramos
por llegar al acantilado
antes de que se pusiera entre nubes rojas y moradas el sol”


(de Pica-Pica)


Otro poeta que me interesa, a pesar de las loas estupidizantes de Ricardo González Vigil, una de las mentes más deslucidas de la crítica nacional, y del setentero y temeroso vate Tulio Mora, es Alberto Valdivia Baselli (1977). Autor de La Región Humana (2001) y Patología (2000), libro bicéfalo con el también bicéfalo Gonzalo Portals del cual despotricaremos más adelante.

Valdivia es conciente de lo que hace y concibe sus poemarios como una gigantesca arquitectura temática, semántica, reflexiva. Su natural egotismo se manifiesta logrado en su sistema poético, no sólo plagado de decidida sagacidad sino que, orgulloso, corona su autoconcepción narcisista. Pero es un narciso obligado a quererse a través de la poesía, de amarse con el lenguaje, y de pasada obligarnos a amarlo. Es que a este señor, imbuido de orfismo postmoderno y casi convencido de la fatalidad del conocimiento como su Virgilio personal que es Juan Ojeda. Es entonces que al darse cuenta que no queda otra cosa para inmortalidad que seguir escribiendo entonces lo hace, y ese luminoso sendero es el que ha elegido. El único lugar que le toca regodearse de instrumentos cartesianos para manejar la dimensión de la realidad que convoca. En la Región Humana todavía eran notorios rezagos modernistas y hasta evocaciones de romanticismos trasnochados, un libro aún con ripios a pesar de la ciclópea concepción arquitectónica, pero que mostraba ya a un Valdivia dispuesto a todo para entregarse a la conciencia poética y que además persigue incansable hasta la ferocidad serena que tiene todo aquel que ostenta clarividencia. Este ser social, necesitado de contactos para sus retroalimentaciones, arguye a sabiendas en Patología el borde de su gnosis poética. Es el lenguaje enfermo y naciendo en una metáfora del neonato convirtiéndose de célula indistinguible hasta el aprendizaje de su inevitable humanidad, un feto creciendo y aprendiendo desde el vientre corpóreo y a la vez metacorpóreo intentando acceder a la comunicación. Sufre, goza, lleno de mucosidades y sangre maternal, con los ojos acuosos univitelinos, y el deseo insano de querer vivir fuera de las entrañas humanas. Esa travesía por los úteros y matrices píos que signa el derrotero de una apología del aprendizaje, de un asomo a suponer la existencia del no silencio, de imaginar que las palabras describen ciertos estados de evolución orgánica donde el cuerpo crece paralelo a la conciencia y le recrimina su situación de mortalidad, de fugacidad, de fragilidad contranatura:


“¿qué pasó con quienes vinieron antes que tú? Aquellos que derramaron la leche desde el tórax arisco, como si de espasmos eróticos se forjara el leve babeo o vinagrera nocturna:”


(de Patología)


“la flema se encrespa, alza su penacho en la garganta y forja pesada la cavidad bucal.¿Crecer? habla, tiroides, habla, cerrojo abrupto de cavidades que no muestra su brillante abatimiento o fuerza lerda. Has llegado a la madrugada con el estómago indigesto, levemente, pero torcido de su largo peregrinaje. El estómago se siente engordado de flemas, infectado de gelatina gaseosa, difícilmente vivo. Meteorismo que crece, aguza los sentidos que tus úlceras han desarrollado, fíjate qué bien, antes que tú los tuyos”

(de Patología)


El lagarto limeño, monarca antiguo de reinos postgóticos, siempre bordeando lo inasible de la naturaleza humana, es el atemporal Gonzalo Portals (1961), condenado a leer con los dedos y llorar en las casas derruidas, escribió Piedecuesta, Casa de Tablas, estos dos primeros prescindibles. Su historia empieza con Histología (2000) y Por la boca muertos (2002), a dúo con el minotauro Rodolfo Ybarra.

Portals, es una puerta al juego de lenguaje desesperado de conciencia y que, en sus escondidos dominios, reelabora las posibilidades del texto poético que él conoce con alevosía y premeditación. Su sistema de supervivencia es antiguo y elemental, la creación perpetua; aún cadáver este ladino visionario seguirá volcado al vocablo torvo y resemantizado hasta agotar sus energías neuronales y perito de recreaciones mágicas con alcances decadentistas, ateo hasta el extremo de erigir su propia diosa, incubador de maleficios barrocos y torturas acuáticas, solitario que convive con la felicidad de una ceremonia del adiós fáustica, y así gira hacia el formato que mejor refiera sus fases insomnes pululando en la desmemoria de aquellos que creemos que el lenguaje nos puede destruir. Este limeño adora su ciudad y hace una travesía por los agujeros, las formas de las sombras de los callejones, la luz plomiza que envuelve esta urbe, las telarañas de niebla que concitan ecos de los caballos de los conquistadores, esquinas donde muere algún mendigo ofrecido de pronto a la luna corva, un rostro escondido en alguna ventana en ruinas, una mujer pariendo entre botellas y velas que no son suyas igual que su hijo muerto, muladares invadidos por el designio de la desgracia, niños abandonados la víspera de la invasión de la ciudad, todo eso en los ojos verticales de Portals, que llora exacto con sus sístoles cervicales, que gime de amor entre lóbulos que rezuman."


“de ciudad macha ostra guiso y enterizo
lamidos por más aguas las barrosas
que ni respetan porque no saben ni comprenden
porque no entienden ni suspenden
junta y hace alarde de las prendas reunidas
ese juego filoso y tramontano
duelo encarnizado con apéndices”


(de Histología)


La poeta, si vale ese anacronismo de género, más innovadora y talentosa de esa década es Mónica Delgado (1977), amante del cine bergmaniano y de su hijo primogénito, esta muchacha publicó Electios (1998) y derrumbó la idiotez feminoide en que estaban metidos muchas de la niñitas de esos años. Fosca y dodecafónica, ensamblada en sus amores a David Lynch y Tarkovsky, una evolución curiosa de neutro inicial hasta su sentimental maternidad que la llevó prematuramente al silencio, a pesar de que tiene cuadernas escritas y zurcidas de sus visiones sonámbulas que se muestran en sus retorcimientos naturales y persistente de trópicos y círculos polares de la mente. La ternura se convierte en una convención para la sobrevivencia, en un simulacro de inserción en las relaciones humanas, el afecto es vacuo y una representación de la crueldad que hay que contraer, solamente la edificación de un mundo paralelo y apenas concebido en las huidas infantiles entre olores a carne quemada podría desplegar cierta verosimilitud de existencia, y aún así, con recelo de inutilidad. Eso es Electios un transmundo de juguetería personal y única en su deseo arquitectónico plagado de espasmos donde aparece Brueghel dialogando con El Bosco mientras ella, delgada y calva, observa fijamente:


“Alejándome
me dejas en ala ósea
ala sal
cierro los ojos capturando sombras
de tu lengua de sable

-y no volteas."


(de Electios)


"ojohembra que arranca espalda de la almohada cama
deshaciéndome de esa trampa que es el cabello
comida de uñas a mis dientes
y esos capullos
alojándose en la puerta es mi cara
llevan repartidas mis alas
no la voz”


(de Electios)


Trilce
, la extrañeza de su poesía redujo de un plumazo a retrógrada y anquilosada las teorías en boga para la apreciación de la literatura. En ese contexto una ya graciosa crítica positivista de Luis Alberto Sánchez , el decimonónico Clemente Palma y sus atribularios , mostraban que los parámetros de lectura empezaban a tener dificultades profundas intrateóricas y que sus esquemas de interpretación se tornaban inútiles para las inauditas posibilidades del lenguaje que ofrecía la nueva poesía de entonces. Algo que era notorio también con la poética egureniana, respecto a esas acusaciones de infantilismo e inocencia que una larga ralea de comentadores le atribuyó. El penetrante y cercano estudio de Estuardo Núñez atisbó cierta lucidez. Después han habido tanteamientos que oscilan entre el balbuceo semiótico y el descuartizamiento deconstructivo, tan caro a las actuales tendencias interpretativas de las escuelas de literatura, principalmente en San Marcos.

Ya la labor de por sí que tiene la crítica literaria, en cualquiera de sus formas, ubica su zona de conocimiento. Esto le permite un armazón teórico que engendra un diagnostico, por lo demás maniobrado, de su victima de turno. Donde el poeta engendra enfoques intuitivos y espasmos de realidades únicas los críticos y teóricos literarios lo atribuyen a un catálogo de premisas, proposiciones y referencias explicativas que nos aclararían lo que quiso decir el desconcertado poeta. Entonces resulta que E. A. Westphalen desde las "estructuras de su inconsciente colectivo" es un mero instrumento fatídico del arquetipo jungiano , que Eielson es sintomático del concepto de aura de Walter Benjamin y, entre otros, Gamaliel Churata es una mezcolanza con inclinaciones de resurgimiento historicista y pretensiones eclécticas (Huamán dixit).

Es así que estas formas de metalenguaje engendra modos de leer poesía con aparatos terminológicos condenados a juzgar teóricamente antes que el gozo estético mismo de toda obra de arte. No es que la desechen sino que la desdeñan a un estado primario de apreciación.

La teoría y la crítica literaria muestran más bien un catálogo de trágico carnaval protagónico antes que una indicación accesible a otros espacios que no dependen de ese tipo de certezas. No está muy lejos de la verdad que gran parte de los que ejercen de críticos literarios son frustrados poetas, o en todo caso dignos de expiación humanitaria por su insignificancia. Es justamente que evitaré ser prisionero de esa agresividad petrificada y de nerviosa excitación.

Ana María García, de rigurosa formación filosófica, además de su origen gallego, enamorada del sonido de las gaitas es compositora de una fisonomía lingüística sobresaliente y maravillada. Si con su primer poemario Hormas & Averías (1995) agotaba la vena trílcica consumando sus posibilidades, erigiéndose como uno de los libros más notables de los años noventa. Esa maestría encarnada en la palabra se bifurca en otra concepción reivindicatoria en Juegos de Mano (1999):


"Dejo las veces que hay que volverse sal " (p.13)


Es la señal de una tendencia lírica que advierte la carga explosiva del resto de poemas. Aún así, los hallazgos de Hormas & Averías (1995) permanecen con impulsos escalonados menos presentes pero más sabios:

"Hosco potro anexo a su rienda. Brincar por encima de lo hasta ahora brincado. Da a eso. Consintamos (p.12)

Lo que en Hormas & Averías ... era:


"Cordio de sí mana
la cabeza purga el vientre que es de
mimbre. mamo.
mamo carne. De la misma sed mamo” (p.21)



Su peculiaridad es la superficie estructural de una ilusionista que emite conjuros y transfiguraciones que derrotan los actos de poéticas figurativas y coloquialistas. Entonces, el desamor:


"Ver el detalle del cuerpo vencido al que no amas
sus ingles incoloras, lacias, frías
te incorporas, enciendes un cigarro
frente a ti la pared
siempre amarilla"(p.20)



Esta manera de concebir el amor o su privación sólo es rastreable en otra aceptable poeta : Rosella di Paolo. Se evitan el reclamo del género tan trivializado por gente como Rocío Silva Santisteban, Giovanna Pollarolo, Carmen Ollé y otras compinches expresionistas.

Sigue García con su música atonal :


“Más allá de ti ni siquiera Tú (...) venero cuanto tientan los ojos que aproximas .Tus pupilas islas. La extensión vacía de tus índices. No me alcanza el celo/ de lo que ves y posees .Las cosas de cada día te desfiguran. Las apetencias a las que respondes." (p.31)


Y en SEGISMUNDO, TRAZO Y CONSUELO, se pregunta su propia concepción del proceso poético, con un aire autoincriminatorio y serena conmoción:


"Qué es aquello que otros descifran, loan, palman y en sus/
cantos verban suaves gemidos?
Qué es aquello que es preciso nublar a mi paso
colgar a mi trepo, callar a mi clamo?
Cuando devoro es sueño , cuanto arranco es raíz de trapo.
Qué es que a mí en cascada ruge o enmuda
y desconozco? (p.43)



El equilibrio de las posibilidades van construyendo un lenguaje salido del dolor que se va apoderando de los poemas:


"Dicen que es el no donde el dolor aprieta.
Asiduo, sólido, itinerante y de honda paciencia. Grande su manotazo, de brazo negro y diligente a prueba a aplacación, no deja de sonar. A veces, mientras más nos hallamos más nos busca"(p.38)



Pero la temática, tan cara a nuestra tradición poética (somos más trágicos que festivos, más dramáticos que feriantes), toma rumbos que destruyen la sintaxis y el verbo ya antropomorfizado sufre:


"hirsuta ánimas ópalos y décimos planos
usa aguas que cree aguas y ha confundido mil veces
monte, monte, monte" (p.52)



El lenguaje es profanado continuamente ya no desde la agonía. La transformación deviene en implacable. Las raíces cuelgan de una arquitectura espeluznantemente ordenada. La poesía de Ana María García desemboca en el espanto discreto, en un estallido fragmentado que se reúne bajo las leyes del azar, donde todo es encantado por el ilusionismo racional y tramado. Aquí se amplía los horizontes de la esfera abierta desde Hormas & Averías. Es la profundización de la intuición a niveles inhabituales que Juegos de Mano ha atisbado.



TROUPÉ

Cabe mencionar, además, cual corro final y que estudio actualmente, a Marco Yruay Eros Disperso (1999), José Farje Cuchillo Sílabas (2002), Francisco Jurado A Campo Traviesa (2000), Florentino Díaz Transmutación de la Ciudad o el Alba de los Cuerpos Luminosos (2002)

Rodolfo Ybarra (1970), que luego de sus dos abominables libros Sinfonía del Kaos y Vómitos, haciendo honor a su nombre, a retomado la senda de la claridad implacable y el ejercicio constante de lo poético con Por la boca muertos. Acá retoma el Adán compulsivo por la musicalidad sonetera y el quiebre de la semántica para acercarse a formatos neoclásicos pero pasados por ritmos tropicales y menos sentenciosos respecto a su estado de contestatario urbano. Si esta senda tortuosa de la lucidez le sigue atormentando izará su calavera en una pica de la plaza de las Armas.