domingo, 29 de junio de 2008

DIGAMOS QUE EL FLAMANTE TREN SE DETUVO SIN AVISO

DIGAMOS QUE EL FLAMANTE TREN SE DETUVO SIN AVISO (Una aproximación a la poesía peruana de los últimos veinte años) / Eduardo Chirinos





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"Su carrera hacia la muerte fue carrera hacia la juventud poética” escribió Octavio Paz refiriéndose a Juan Ramón Jiménez. Esta paradoja evidencia cómo la juventud biológica de los hacedores de poesía no siempre coincide con la juventud de sus creaciones, siempre permeables a la voz del maestro, a lecturas iluminadoras o a la moda influyente. ¿Qué significa ser "poeta joven"? existe la tendencia a designar con este calificativo a autores que, habiendo pasado al treintena, ejercen cierto magisterio en el parnaso local, gozando de las ferviente admiración de unos y el franco rencor de otros.

En el Perú, sin embargo, la juventud poética ofrece sus primeros síntomas a los dieciocho años, no siendo infrecuente que poetas cuyas edades bordean el cuarto de siglo cuenten en su haber con dos o más publicaciones de peso. En su prólogo a Poetas Contemporáneos del Perú (1963), Manuel Scorza propone irónicamente los treinta años como el Rubicón que debía cruzar todo poeta peruano: pasada esta edad, o se dedicaba a menesteres más serios y menos riesgosos, o se inmolaba con todas sus consecuencias al quehacer poético.

Ser "poeta joven" en el Perú significa, además de debatirse ante el conflicto señalado por Scorza, continuar aquella aventura que se inició en 1922 con la publicación de Trilce y que aún se continúa fundando una tradición múltiple y abierta. Las obras de César Vallejo, José María Eguren y Martín Adán constituyen ‑como bien lo señaló Alberto Escobar‑ el inicio de la tradición poética peruana. Y fueron muchachos de veinte años los que, al cuestionar la base de la tradición heredada por estos fundadores, abrieron una nueva etapa en los primeros años de la década de los sesenta: Javier Heraud, Luis Hernández, Antonio Cisneros, Marco Martos, Rodolfo Hinostroza, Juan Ojeda y un puñado más lograron superar con sus obras el falso antagonismo entre poetas "puros" y "sociales" que desgarró la poesía peruana de los años cincuenta. El triunfo de la revolución cubana fue el acontecimiento determinante alrededor del cual se va a aglutinar esta joven promoción, marcada a la vez por la esperanza y la tragedia.

El acercamiento a la lírica anglosajona del siglo XX (Pound y Eliot, Lowell y Cummings, Thomas y Auden) permitió que el canto fuera también cuento, que el humor se diera la mano con la solemnidad, que la cultura despeinara el academicismo, que el poema no se negara a la historia, sino que tuviera el atrevimiento de proponerse como un discurso alternativo frente a la historia oficial. No se trató ‑como muchos quisieron creer‑ de un simple deslumbramiento ante la moda, sino de un complejo proceso de fecundación cuyas consecuencias irrigaron benéficamente la poesía peruana.

Esta revitalización va a conocer en los años setenta una nueva vertiente: la del lenguaje de la calle ascendido a categoría poética. Son los ruidos de la ciudad con su violencia, su tráfago y su permanente hostilidad los que estimularon la poesía de los jóvenes airados del setenta, en su mayoría estudiantes universitarios de extracción provinciana, enfrentados de golpe al fenómeno de la cultura urbana. Fue así como Hora Zero (grupo que entonces capitalizaba la idea del quehacer poético) irrumpió en la palestra con manifiestos, proclamas y desplantes destinados, con perdonable ingenuidad, a anunciar "el nacimiento de la poesía peruana". Sus víctimas parricidas más inmediatas fueron los poetas de la promoción anterior.

Aberración lógica: los padres llevaban apenas cinco o seis años a sus rebeldes hijos. pero la poesía siguió andando y el impresionante castillo de fuegos artificiales que fue Hora Zero (y su hermana menor Estación Reunida) se fue apagando lentamente, no sin ofrecer su grata lumbre en la poesía de aquellos que prefirieron mantenerse al margen del escándalo y la proclama, optando por caminos m s personales como José Watanabe, Abelardo Sánchez León y Enrique Verástegui. A ellos podría agregarse poetas algo más jóvenes cuyas obras ‑alejadas del proyecto populista que caracterizó la poética de Hora Zero‑ se darán a conocer en los años ochenta: Carlos López Degregori, Ana María Gazzolo, Mario Montalbetti, Roger Santiváñez y Jorge eslava.



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Valga este somerísimo recuento para hacer notar cómo cada diez años ‑con una precisa y hasta ahora no explicada puntualidad‑ se suceden las promociones de poetas en el Perú. Este azar ha llevado a muchos críticos y comentaristas a caer en la ilusión orteguiana de las "generaciones".

Así, no es infrecuente escuchar de la generación del cincuenta, del sesenta, del setenta e incluso del ochenta y noventa; ilusión apoyada en la innegable singularidad de cada una y en la expectativa de aquellos que aguardan con la llegada de una década el gran escobazo que barra de una vez las cenizas de la supuesta generación anterior. Para establecer la natural continuidad de una tradición sin eludir su singularidad y aún sus discrepancias, he preferido emplear el término "promoción".

Si voy a ofrecer un recuento de la poesía peruana más reciente debo inscribirla en un panorama al que, mal que bien, pertenezco. los llamados poetas del ochenta pasaban de la niñez a la adolescencia cuando ocurrían los acontecimientos históricos que afectaron a las dos promociones anteriores: teníamos alrededor de tres años cuando mataron al poeta Javier Heraud en su intento de ingresar al Perú por la selva boliviana para hacer la revolución; ocho años cuando la junta del general Velasco nacionalizó el petróleo y planteó un programa nacionalista que suscitó mucho entusiasmo y también mucho temor; nueve años cuando el hombre llegó a la Luna y se produjo el festival de Woodstock; diez cuando escuchamos hablar por primera vez de los hippies, las drogas y los panteras negras; once cuando la efigie del che Guevara comenzaba a multiplicarse en los muros de las calles de Lima y vimos llorar a nuestros primos mayores porque los Beatles se habían disuelto para siempre. Pero ésta no es sólo nuestra historia, sino la de muchos adolescentes que en el resto de Hispanoamérica fueron testigos del desmoronamiento de los grandes proyectos que desvelaron a la generación de nuestros padres. Ese fue el contexto en que empezó a surgir, sin proclamas ruidosas ni manifiestos escandalosos, la promoción de los ochenta.

Los escasos artículos y estudios que se han publicado sobre esta promoción pecan muchas veces de incomprensión tal vez por la asombrosa heterogeneidad creativa de estos poetas. Este heterogeneidad (que me apresuro a considerar su mejor logro) fue vista con desconfianza, desdén y mal disimulado temor: al ser irreductible a las definiciones se le tildó, de "retro", de evasiva, de peligrosa y hasta hubo quienes se dedicaron, con morboso deleite, a evaluarla con los mismos criterios empleados para evaluar las promociones anteriores. no sabían (no podían saber) que el descentramiento social del país estaba denunciado implícita y furiosamente en el descentramiento del sujeto de escritura poética, quien ya no podía reconocerse en la figura de un autor único y reconocible, sino en las de varios que (para hacer más complicado el asunto) utilizaban diversos tipos de tradiciones, experiencias y lenguajes que no temían convivir a pesar de hallarse muchas veces en entredicho. El hecho de que no haya puntos de contacto demasiado visibles entre los lenguajes de José Antonio Mazzotti, Rosella di Paolo, Domingo de Ramos, y Jorge Frisancho, no significa el descrédito de un programa generacional, sino el reconocimiento de una necesaria y saludable dispersión discursiva que es, también, una dispersión del sujeto, de los referentes, e incluso de los sistemas electivos que conforman la movediza tradición en las que cada uno se inscribe y a su manera enriquece y prolonga.

Es sumamente interesante observar que en la década de los noventa esta tendencia a pulverizar toda posibilidad de homogenización discursiva se radicaliza en dos opciones: la primera tiene que ver con la señalada dispersión del sujeto, cuyas consecuencias son visibles en la heteronimia y aún en la anomia más extrema (estoy pensando en la obra proteica y múltiple de Lorenzo Helguero); y la segunda con la dispersión del referente, cuya consecuencia más radical e inmediata es la dispersión y aún la desaparición del sentido (estoy pensando en la poesía dislocada y hermética de Xavier Echarri). Estas dos opciones obligan a una necesaria relectura de la tradición poética peruana como una práctica pendular de asalto y recusación del canon. un canon arbitrario y esquivo, en verdad, pero siempre en movimiento.

No seré yo quien desbroce el complejo corpus de la poesía más reciente, bosque admirable y tentador para quien se arriesgue a perderse en él sin prejuicios ni esquemas preconcebidos. No puedo sustraerme, sin embargo, del reto de ofrecer un brevísimo esquema de explicación. Empezaré diciendo, y esta es una primera hipótesis, que la dispersión poética peruana es pareja a la devastadora falta de un proyecto político nacional. Es decir, al descreimiento que supone el escepticismo frente a los diversos proyectos que hicieron su aparición luego del fracaso de la experiencia velasquista a mediados de los setenta. En el Perú, el llamado "fin de las ideologías" convivió a partir de ese momento, con el resurgimiento de viejos programas populistas (el segundo gobierno de Belaúnde, el fracaso del gobierno aprista) y las acciones de Sendero Luminoso tendientes a la captura del poder. La fractura del país se hizo más evidente y profunda, y la línea de Sendero Luminoso se fue haciendo cada vez más dura hasta acabar en el irracional baño de sangre que todavía parece no haber terminado. Años de muerte y violencia, años de preocupación por el significado del Perú y los peruanos: el mestizo Garcilaso y el indio Guamán Poma se erigen en dioses tutelares a cuyas sombras los jóvenes tratan de comprenderse a sí mismos.

Por esos mismos años se produjo una modesta aunque determinante apertura editorial que premitió la presencia de los outsiders de occidente en las pauperizadas librerías peruanas: Cavafis, Pavese, Apollinaire, Pessoa, Seferis y otros dioses mayores figuraban al lado de Cernuda, Huidobro, Mutis, Lezama, Rojas, Pizarnik. Otro hecho también determinante fue la aparición de las obras completas de autores mayores de la poesía peruana: Martín Adán, Emilio Adolfo Westphalen, César Moro, Javier Sologuren, Blanca Varela, Washington Delgado y Antonio Cisneros entre otros, fueron publicados en su integridad, allanando el camino a los poetas más jóvenes, quienes no se vieron en la imperiosa necesidad de recurrir a la revista inhallable, a la fotocopia ilegible, a la antología arbitraria. Esta ventaja, sin embargo, estuvo teñida de un doloroso escepticismo que sofocaba el fácil entusiasmo y el cómodo usufructo. Digamos que el flamante tren se detuvo sin aviso, que los poetas se bajaron de vagón, comprobaron la desaparición de los rieles, divisaron un horizonte amplísimo y ‑al igual que eneas llevando a cuestas el moribundo cuerpo de su padre‑ tomaron lo que más les interesaba de su propia tradición y emprendieron, solitarios, su propio e intransferible camino.

Ajenos al gregarismo y la proclama, conscientes de la enorme responsabilidad que supone el ejercicio de la literatura en un país tan ingrato como el Perú, los nuevos poetas optaron por bailar su propio baile: el baile de los que sobran en el festín del poder, del conformismo y la humillación. Todos ellos (y ellas, pues los ochenta coincidieron con el llamado "boom" de la poesía escrita por mujeres) pueden ser discursivos y esenciales, cultistas e informales, exterioristas e intimistas, capaces de pasar con una facilidad pasmosa de la referencia erudita al lenguaje de la calle, del insulto a la palabra de amor, de la hiriente blasfemia a la oración callada.

Bosque frondoso y feraz donde los árboles más coposos no impiden la vista de otros árboles, la poesía peruana de los últimos veinte años se dispone a enfrentar el próximo milenio con las únicas armas que le son propias: el talento que les viene de la m s rigurosa fatalidad, y la certeza de que en poesía ninguna aventura es posible sin la estimulante presencia del orden, y que ningún orden es posible sin la consagración que le otorga la aventura. El verdadero enemigo es el miedo. La corrupción de la palabra.



[fuente: Este trabajo fue publicado bajo el t¡tulo "Veinte años de poesía peruana" en cuadernos hispanoamericanos 588, Madrid, enero 1999, pp. 31‑35]