sábado, 28 de junio de 2008

POESIA PERUANA 1990-2002

POESIA PERUANA 1990-2002 / Miguel Ildefonso Huanca







"-Y la literatura latinoamericana ¿le interesa?
-Cuando estaba en Rumania me fascinaba un poeta.. Huidobro. También me gustaba ese poeta que murió en París...
- Vallejo.
- Sí. Extraordinario. De verdad grandes tipos, grandes temperamentos.
Creo en el porvenir de América Latina. La literatura es una cuestión de
temperamento, no una cuestión de sutileza. En América Latina se siente
esa vitalidad secreta que es el temperamento."

Entrevista de Ben Ami Fijmann a Cioran





¿GENERACIÓN?

Sobre la poesía peruana a partir de la década del noventa es verdad que poco se ha estudiado, salvo el excelente ensayo del poeta y crítico (dicho sea de paso, perteneciente a esta promoción) Luis Fernando Chueca [1], podríamos afirmar que no hay ningún trabajo riguroso sobre dicho tema. Como todo ensayo lo que pretendo aquí es lanzar ciertas hipótesis basándome en mis lecturas de autores surgidos en estos años y en mi propio testimonio de parte.

Así, desde 1990 hasta la fecha he podido percibir tres momentos de efervescencia de la joven poesía peruana [2]. El primero comienza en el mismo umbral de la década del noventa, con una duración de cuatro años, un poco más, un poco menos. El segundo existente hacia fines de dicha década. El tercero aproximadamente a partir del 2001 hasta (o que continúa) estos días.

La violencia política que había empezado en la década del ochenta (en realidad muchísimo antes) fue la partera de los diferentes grupos poéticos que a inicios de los noventa irrumpieron para bien o para mal en el desmoralizado ambiente que reinaba entonces. Violencia política de Sendero y del MRTA, del Estado militarizado que con el autogolpe de Fujimori cobró su verdadera dimensión, y todo esto en un mundo donde ya había caído el muro de Berlín, donde se empezaba a hablar de globalización, del fin de las utopías, del fin de la historia. Las portadas de los periódicos que cuelgan en los quioscos empezaban a cambiar de estrategia: de aquellas fotos en los ochenta que mostraban atentados con coches bomba, cuerpos quemados o mutilados que aparecían en zonas despobladas, se pasó a la "carnavalización" de la sociedad con los desnudos de las vedettes y la epidemia del chisme como expresión del reino (mejor decir: del negocio) de la "libertad"; a fin de cuentas la "banalización" de la información.

Por otra parte, a inicios del noventa, en la poesía se manejaban (y quizás todavía hasta ahora) los mismos criterios estéticos o valorativos de hace décadas. No es difícil, entrado ya a un nuevo milenio, darse cuenta que lo surgido en la década del sesenta (la influencia anglosajona, la poesía conversacional) tuvo preponderancia hasta todo el ochenta y poco más, no sólo en lo estético (la cada vez radicalización del coloquialismo en el lenguaje poético: desde Cisneros, pasando por Hora Zero, hasta Kloaka), sino en cuanto a la vigencia del famoso compromiso del poeta con su sociedad. Si bien en el lenguaje poético se había superado esa dicotomía entre poesía social y poesía pura, no había sucedido lo mismo con la exigencia de una "ética" que debía tener todo poeta, una actitud frente a los problemas del mundo o por lo menos de su mundo.

Es por eso que en esos inicios de los noventa los novísimos "grupos", "movimientos" o "agrupaciones" como Neón, Noble Katerba, Estación 32, Vanaguardia, Geranio Marginal, Cultivo, tuvieron ciertas dificultades para ser llamados como tales. Principalmente por estos dos criterios valorativos todavía "vigentes". Por un lado el del compromiso: el no creer en el parricidio como partida de nacimiento, el no hacer manifiestos estentóreos o panfletarios, no tener una ideología en común. Por otro lado: no profesar una estética "original" o "revolucionaria". Y con esto no niego que a nivel individual haya habido (y hay) algunos poetas que sí tengan estas intenciones adanistas y/o parricidas.

En un texto publicado en la revista Caretas, por los veinticinco años de la aparición de su primer libro Destierro, el poeta Antonio Cisneros al recordar uno de sus primeros poemarios, Comentarios reales, decía lo siguiente: "Mi desgano ante sus páginas se debe a la excesiva pretensión. La cosa era meter toda la historia del Perú, desde los chamanes de Pachacámac hasta el asesinato de Javier Heraud, en un volumen. Pasando, claro está, por las barbas de los conquistadores, los esclavos, los obispos, los siervos y Túpac Amaru con los cuatro caballos descuartizadores." Dicho libro le otorgó al entonces joven poeta el Premio Nacional. Pero Cisneros decía algo más sobre su libro: "es un libro al que, francamente, no le guardo demasiado aprecio. Sin embargo, es una de mis obras más recordadas, citadas y, eventualmente, festejadas por el lector."

Hago estas citas para resaltar esos cambios que se vinieron gestando desde el interior de la poesía, cambios que el poeta tal vez más importante del sesenta, humilde y lúcidamente, señala en su autocrítica. Porque esa "excesiva pretensión" era comprensible para una época en el que el "boom" de la literatura hispanoamericana (de la novela principalmente) hacía su aparición (junto a la utopía revolucionaria cubana). Antonio Cisneros entonces era un poeta joven y ese premio (esa consagración o reconocimiento "oficial"), además, contribuyó para la creación de la "leyenda del poeta joven" (junto a Heraud y su trágico final) [3]. Cisneros se sorprende -siendo el año 1986- que aquel libro al que no le guarda "demasiado aprecio" (ya sabemos por qué) sea una de sus obras más "recordadas", "citadas" y "festejadas" por el lector (vale decir también por la crítica).

La década del noventa era otro tiempo, empezaba otro tiempo: por ejemplo, con la casi inexistencia de editoriales. En otro aspecto, la propaganda mundial del fin de las utopías había llegado a muchos poetas jóvenes e influenciado en sus obras, unos para contradecirla, otros para cantar la agonía. Como integrante, en esos años iniciales del noventa, de uno de los grupos novísimos y siendo partícipe de la "movida" en general, puedo afirmar que dentro del grupo Neón la intención, aparte de tomar espacios conocidos de la cultura con recitales para la joven poesía, era hacer performances urbano-marginales (4) como un medio de trascendencia artística y espiritual. Dichas "actuaciones" se hacían en medio del temor general que se vivía entonces, con paros armados, estado de emergencia permanente, toque de queda; represión general que fuera vencida luego por las marchas de los universitarios desde mediados de la dictadura. Esto ha sido descrito por un poeta cuya muerte en 1994, por si fuera poco, da fe de esta "aventura", Carlos Oliva [5]:





"Hay que destruirlo todo
Yo sólo puedo enunciar estos versos sobre el silencio

porque el recital perfecto lo encuentro en soledad
sin más auditorio que mis imágenes aferrándose al presente
donde los años aciagos resisten los impulsos de las aguas
de estos océanos procelosos de los cuales emerjo yo tan puro
como un dinosaurio que sobrevive al pasado."

(de Anarquía)




En cuanto a voces insulares aparecieron Xavier Echarri con Las quebradas experiencias y Monserrat Álvarez con Zona dark, seguido de Lorenzo Helguero con Boletos. Cada uno a su manera [6] muestra un escepticismo generacional para ver a la poesía como un modelo de discurso totalizador (con esa "excesiva pretensión"). La poesía de estos años no sólo trata de hacer antipoesía como Parra o de desacralizar a la poesía como Cardenal, ni de crearse una imagen maldita del poeta para patear al vacío. Lo más interesante que se forjaba en la poesía era el cuestionamiento de las posibilidades mismas de su lenguaje, y así la des-idealización o el fin de la idea romántica del poeta; y ambos de una manera diferente, pero siguiendo, a lo que se hizo en las vanguardias literarias. Es cierto que también en las vanguardias escribir poesía era un ejercicio de autocuestionamiento, relativizando el poder de su palabra, escapando de su centro privilegiado: poesía como verdad o como arte elevado; pero a fines del siglo veinte la diferencia radica en lo que Cisneros, líneas arriba, nos habla de su segundo poemario, escrito en los años sesentas. En los noventas la poesía puede hablar de varios temas pero siempre está hablando, paralelamente, de la poesía misma: metapoesía, en los casos extremos. Y esto obedece no a otra cosa que al desgaste o la devaluación de las ideologías y de sus discursos, al anquilosamiento de una retórica idealista, y a las sucesivas crisis y a los reacomodos políticos, económicos, morales, espirituales, etc., luego de la caída de la Unión Soviética. Y todo ello unido a la velocidad de crecimiento de los nuevos medios de comunicación que nos brinda la tecnología (como el video clip o el internet), que hacen que se entre a nuevas formas y modalidades de comunicación.

Todo esto hace que ya no se vean "grandes nombres en los 90's", a pesar que, sobre todo los dos primeros poetas mencionados arriba, hayan ganado premios y tenido relativa (o suficiente para el circuito cultural peruano) difusión en los medios en aquellos años. Se puede decir, poniéndonos radical, que no puede haber "grandes poetas" en una época en que no hay "grandeza" (ni grandes partidos políticos, ni grandes generales; porque hasta las grandes construcciones son derrumbadas, como vimos en Nueva York) [7], así ya lo había dicho el poeta Joseph Brodsky. Lo que ha cambiado, tal vez, es la perspectiva y la velocidad de la mirada para fijar esa perspectiva.

Este primer momento poético (de cambios mundiales, además) termina con la disolución de los grupos aparecidos a inicios de la década y la muerte de poetas como el mencionado Carlos Oliva y Juan Vega (ambos del grupo Neón). Por esos años apareció desde Trujillo un joven poeta, Lizardo Cruzado, con un buen primer poemario Este es mi cuerpo, con el que se sellaría esta primera etapa marcada por la intensidad existencial, el tanatos y, al mismo tiempo, el vitalismo del lenguaje poético.

El segundo momento coincide con la aparición de revistas literarias como Dedo Crítico, Ajos & Zafiros y posteriormente More Ferarum [8]. Esto significó el surgimiento de jóvenes críticos (aunque no necesariamente podamos hablar ya de una nueva crítica), algunos de los cuales son los mismos poetas. Y por el lado de la creación, con el colectivo surgido de la Universidad Católica: Inmanencia. Ahora, a diferencia de los poetas que aparecieron a inicios de los noventa, se daba más importancia a la publicación, y, en el buen sentido, a cierto academicismo. Con Inmanencia ya no se esperaba lo que en su momento se esperó de grupos como Neón o Noble Katerba.

Definitivamente los tiempos habían cambiado, o terminado por cambiar. De cada grupo o de cada poeta sólo se puede esperar ahora sólo una cosa: hacer poesía, y allí justamente radica el carácter abierto de estos tiempos, pues tratar definir qué es poesía es el trabajo de hoy. Este segundo momento, si es que se cerró, terminó con la década y simbólicamente con la muerte del poeta Josemari Recalde, cuyo Libro del sol expresa esa búsqueda espiritual (mística y ética) a que llegó la inclasificable poesía de la década del noventa.

El tercer momento es el nacimiento de grupos como Cieno, El Club de la Serpiente, Sociedad Elefante, Colmena, Planeta Jade, los poetas que ya venían en la revista El Vientre, los nuevos poetas de la revista Girabel, los novísimos poetas como Cecilia Podestá, Romy Sordómez, Elisa Fuenzalida, Jessica Pita, Alessandra Tenorio, Miguel Malpartida, Miguel Ángel Sanz, etc. Así como ya sucedía con los nuevos grupos y poetas de inicios del noventa, aquí se da el intercambio, la comunicación entre ellos, creando de este modo espacios culturales más abiertos.



¿POETA?

Cuando se empieza a escribir poesía sentimos que el río re-verbal se bifurca hacia infinitos significados, campos semánticos en los que esperamos que broten flores, y en ese trance, alados en esa pesadilla, como si por entre consonantes miráramos una avenida, deseamos allí mismo fundar para siempre un mundo bajo las constelaciones de Dante, Hölderlin, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Pessoa, García Lorca, Vallejo...

La poesía era así, con ganas guardadas, cuando publiqué en 1999 mi primer libro Vestigios, título con el que hacía referencia a un gastado mundo, mi biblioteca, mi cuarto, una gastada retórica del decadente héroe verbal llamado sujeto poético. Al poco tiempo de esta publicación descubrí que Jacques Derrida consideraba que todo retrato de alguien es un vestigio, una ruina, y justamente Retrato de Víctor Humareda era el poema que abría dicho libro escrito en Lima, tal como lo dictaminaba uno de mis héroes, Arthur Rimbaud: bajo el desarreglo de los sentidos.

En aquel libro me convertí en un pintor marginal que vivía en La Parada eternamente enamorado de Marilyn Monroe; fui sin ninguna duda un tal Hölderlin o, mejor dicho, un tal Scardanelli escribiendo desde mi torre a una tal Diótima; fui, por si fuera poco, Martín Adán, y también fui su locura; fui el jirón Camaná a partir de las 12 de noche; fui muchas personas y cosas, y tal vez entre todo ello fui yo; algo o alguien, como todos, hecho de vestigios esparcidos entre páginas.

La poesía fue, es y será subversiva porque la irrealidad de su lenguaje es una crítica a la realidad, decía alguien. Porque, además, la ironía que conlleva apunta a derrumbar la ilusión de creer que el arte representa al mundo y a un sujeto. Por eso la palabra poética ya no es palabra de una persona, en ella nadie habla y lo que habla no es nadie. Creo que lo decía Paz, o Sucre. Lo cierto es que la palabra sólo se habla, como "volada de la sien", "escuchando su propia voz". Efectivamente, hace años Guillermo Sucre decía que la descentralización del hombre en el universo significó el fin del arte humanista. Por eso vale preguntarse ahora, si es posible todavía creer que la poesía transformará al mundo. ¿Es posible aún que exista el héroe? Si hace décadas el Che Guevara llevaba su fusil y su asma por las tierras tropicales de América Latina para ganarse un lugar en la historia de las revoluciones, ahora el Subcomandante Marcos sin moverse de Chiapas sólo se asegura de portar una computadora con internet y tener una corte de periodistas a su alrededor.

No es que "lo antiheroico" o "la derrota del sujeto" haya hecho desaparecer del todo los sueños californianos de paz y amor que había en los años sesentas; lo que sucede ahora, aunque esto no tenga que ver directamente con lo que se dice aquí, es la proliferación de drogas más duras en el mercado. Por lo tanto los sueños duran poco tiempo. Estas drogas creadas por la tecnología, la globalización; por el mundo luego de las caídas como, por ejemplo, la del muro de Berlín, han hecho algo inútil poner siquiera una pizca de esperanza en el viejo poder (mágico, político, etc.) de la palabra poética. En este momento hay millones de personas anónimas conectadas al internet; no importa lo que estén buscando, porque lo que se busca en este instante puede cambiar rápidamente con la velocidad de los dedos. El sujeto se hace y se rehace, se construye y se desconstruye ahora con la velocidad de un PENTIUM IV.

Por eso, en el 2001 publiqué Canciones de un bar en la frontera como otro intento de inmolarme en el discurso poético, de desaparición en las tierras baldías del sur de Estados Unidos donde justamente Carlos Castaneda había borrado su identidad con las enseñanzas chamánicas de Don Juan y del peyote. Las palabras violentadas en la poesía hacen una cadena sintáctica en las páginas de Canciones de un bar de la frontera así como el alambre junto al río hacen un falso horizonte en el desierto fronterizo. El significante, previo peyote dentro, se transforma en ese alambre de la Border Patrol, el cual queremos (los latinoamericanos) traspasar, porque al encontrar el río y sumirse en los significados que fluyen, tratando de no ser arrastrado por la corriente o atrapado por la migra, es cuando se podrá vislumbrar lo que verdaderamente hemos estado buscando: la sobrevivencia, y en el mejor de los casos el Paraíso (una última ilusión en el desierto).

Contrario a lo que se puede imaginar, el libro no buscaba su identidad cultural en ese tema del exilio y las fronteras. La identidad hacía tiempo que era un concepto difuso entre el español y el quechua. Lo que buscaba Canciones de un bar en la frontera era salirse del lenguaje poético sin salirse de la poesía, y tratar de explicar lo que para mí significaba la trascendencia, la búsqueda de otra realidad, otro mundo, una utopía al fin de cuentas. Si en los noventas se buscaba algo al escribir poesía, al ser poeta, era simplemente para trascender. Trascender era la respuesta ante la pregunta "qué buscas tú al escribir poesía". La palabra "trascender" se respondía sin ninguna explicación. Murieron poetas, y muchos estuvieron cerca de la muerte, por aquella respuesta. Lima o el largo camino de la desesperación o El libro del sol son dos tipos de búsquedas y de trasgresión. El primero proveniente de los rituales urbanos y nocturnos; el segundo lumínico de los viajes del ayahuasca. Pero ambos tanáticos y, a la vez, utópicos.

Mi desencanto vital trató de hallar otro recurso posteriormente, aunque subterráneamente fue, en realidad, a la par. Sea como sea el producto de ello fue Las ciudades fantasmas. Lo que intenté en este caso fue invertir el orden de las cosas, burlarme de mí, de la poesía, de la muerte, de los mitos, parodiando ligeramente a la obra de Dante.

Si antes, de manera romántica, lo que buscaban mis poemas era salirse del lenguaje poético sin salirse de la poesía; ahora, con Las Ciudades Fantasmas, la búsqueda consistía en lo contrario: en salirse de la poesía sin salirse del lenguaje poético, o por lo menos de ese concepto gastado que hasta ahora utilizamos cuando nos referimos a la poesía. Allí la parodia, el chiste. Este libro, si significa algo significa la muerte de un yo poético que se torturaba, que se desgarraba, un heautontimoroumenos. Y es por la copia a la obra dantesca que el último poema del libro es el encuentro del sujeto o la voz con la Virgen María o, mejor dicho, sobre todo, el reencuentro con la madre. Pero más allá de esta representación cristiana del Paraíso, significa además la vuelta del sujeto (este antihéroe o anti-sujeto poético) a su infancia, en plena construcción de su yo, antes de la autorepresentación final de ese yo que lo acompañará siempre.

Esta trasgresión en los códigos de lectura relacionados con el yo poético fue el nexo que hubo entre Fernando Pessoa y sus heterónimos, por citar a un poeta clásico. En los noventas en Perú -para terminar este texto sin YO- podemos mencionar rápidamente a dos autores que van en esta línea: Lorenzo Helguero y Alfredo Villar. El primero con los variados registros poéticos en un solo autor, que van desde la forma clásica del soneto hasta la más sardónica antipoesía. El segundo con la negación de publicar su autoría en la edición de su poemario ciudadcielo.





[1] "Consagración de lo diverso.Una lectura de la poesía peruana de los noventa”. Apareció en Lienzo 22, Universidad de Lima, 2001; pp. 61-132
[2] De la joven poesía limeña, es mejor decir. Y así este texto, lo reconozco, de lo que trata es principalmente de un proceso poético limeño.
[3] Sobre esta "leyenda", Chueca también hace referencia en su ensayo. Se puede hablar de ello desde el Martín Adán adolescente o el Eielson de Reinos hasta la aparición de poetas como Verástegui o Eduardo Chirinos.
[4] Entiéndase aquí como trasfondo el "desencanto generacional" (unido a la cultura del rock y sus estimulantes duros y blandos) y lo tanático de la sociedad que los (nos) marcó.
[5] Si aún hasta ahora se trata de entender las muertes de Javier Heraud, Juan Ojeda y Luis Hernández... ¿Qué lectura podemos hacer de las muertes no menos trágicas de Carlos Oliva, Juan Vega o Josemari Recalde acaecidas en estos últimos años?
[6] Luis Fernando Chueca demarca nueve "espacios" en la poesía de los noventa: 1) el del poeta maldito-urbano, 2) el espacio sub-urbano y popular 3) el del coloquialismo y el discurso de la cotidianeidad, 4) el de la veta culturalista, 5) el del coloquialista cotidiano y culturalista, del sujeto autobiográfico que recupera la memoria familiar, 6) el espacio de ritualización, 7) el del lirismo extremo, desrrealizándola, 8) el de la construcción arquitectónica que diseña un recorrido, un lenguaje que tiende al barroquismo por su recargamiento y los diversos registros que articula, y 9) el de la libertad total de la palabra.
[7] Es importante señalar que en estos años muchos discursos de poetas (desde Westphalen hasta Domingo de Ramos) que trataban sobre la situación actual de la poesía, citaban la famosa la frase de Hölderlin: "¿Para qué poesía en tiempos de miseria?"
[8] Con esto no se niega la existencia de revistas aparecidas anteriormente, provenientes, como las mencionadas, de los mismos jóvenes literatos del noventa. En su momento estuvieron Arco Crítico, Dédalo y Vórtice, por ejemplo. Cabe señalar que estas tres revistas provienen de los claustros de la Universidad Católica, mientras las arriba mencionadas son de la Universidad San Marcos.