domingo, 22 de junio de 2008

MALDITISMO Y TRASCENDENCIA EN LA POESÍA DE LOS NOVENTA

Malditismo y trascendencia en la poesía peruana de los noventa / Víctor Coral





Naturalmente exageré el diapasón para crear algo nuevo en el sentido de esa literatura sublime que canta la desesperación sólo para atormentar al lector y hacerle desear el bien como remedio. Así, es el bien lo que en definitiva se canta, pero con un método más filosófico y menos ingenuo que el de la antigua escuela

Lautreamont (Carta a Verbroeckhoven, socio de su editor)



Utilizo aquí el concepto de trascendencia en un sentido más bien amplio. Quiero referirme a cierta pulsión de algunos de los poetas surgidos durante la década de los noventa, por ir más allá de la experiencia concreta, objetiva –material, si se quiere– en busca de un ámbito distinto, inefable, muchas veces, y otras por lo menos subjetivo e íntimo en un sentido elevado.

Bajo el sello de malditismo reúno aquí a un grupo reducido de poetas de los noventa –algunos de ellos muy distintos entre sí– cuyas preocupaciones u obsesiones oscilan entre la construcción en tour de force de un sujeto poético "singular" (el caso de Alberto Valdivia y Rodolfo Ybarra) y supuesta o realmente contestatario, lo que en ciertos casos llega a insuflarse en el propio autor, como en el caso de Leo Zelada y Carlos Oliva. Estos poetas, en especial los últimos, terminan por autoidentificarse como videntes, suerte de "profetas del apocalipsis citadino", y por si fuera poco en elegidos "para dar el testimonio de la destrucción", de la cual sus respectivas obras serían muy agudos y leales testamentos (seguimos aquí Consagración de lo diverso el ensayo de Luis Fernando Chueca en Lienzo 22).

Todo parece indicar que esto empieza con Zona dark, de Monserrat Álvarez, poeta impostada tanto en persona como en obra, pero que por lo menos supo nutrirse directamente de un malditismo con cierto hálito tradicional, muy bien recogido de lecturas de los malditos de la Francia crepuscular del diecinueve con algo de expresionismo alemán tal vez. A esto sigue Delirium Tremens, de Leo Zelada, poeta discutido, vilipendiado y medio olvidado por las últimas generaciones –muy a su pesar–, que en un error de táctica imperdonable ha contaminado su para algunos aceptable trabajo poético (desde un punto de vista lírico solamente) con la insistencia en construir un sujeto poético tan hipostasiado como inconsistente, parte de lo cual se puede notar con claridad en sus tristemente célebres contracarátulas. Con todo, Zelada ya no es el joven exasperado de principios de los noventa, y la rabia y el exceso dan paso a una autocomprensión que podría generar (en poesía como en fútbol, todo es posible) textos de valor en adelante: "De los puños anarquistas en alto/ y la alucinación resplandeciente por la poesía/ solo me ha quedado como Byron, mi afición/ terca por las causas perdidas". A estas alturas el malditismo debe ser la más perdida de las causas.



Sinfonía del Kaos, de Rodolfo Ybarra, es uno de los casos más vistosos dentro de esta vertiente citadina del malditismo. Su contracarátula-manifiesto expresa una hirsuta posición frente a la sociedad que de alguna manera deja una sensación de convencimiento, de seguridad. Los poemas del libro, como si quisieran negar esta impresión, casi se ven opacados por el excesivo amontonamiento de epígrafes (hemos contado dieciocho, aparte de los homenajes) que van desde Borges hasta Bob Dylan, de Cri cri (?) a Tu Fu. "Después de leer a Lautreamont/ mi cabeza gira como una licuadora/ la pestilencia se hincha como una panza de fuego/ & estalla en el cielo de Lima" (pp. 77). ¿Se puede concebir unos versos más "malditamente" inocentes? La contradicción –no la creadora paradojal, sino aquella que no se entera del principio de no contradicción aristotélico– parece ser una constante en estos poetas. La presencia final en el libro del famoso canto del Bakhti Yoga de Prabhupada (Hare Krishna hare Krishna...) no hace sino acrecentar las dudas sobre la solidez de una propuesta cuya oscuridad se despinta en inseguros ríos de rimel.

El caso de La región humana, de Alberto Valdivia Baselli, puede ser emblemático dentro de la propuesta malditista de los noventa. Aquí ya no encontramos noctambulismo errante por las calles de Lima, ni conversaciones desesperadas con Genet, Sade o cualquier otro pobre autor que no puede quejarse de ser utilizado. Se trata de una propuesta más visceral, íntima y con un lenguaje más elaborado. Pero todo ello, que podría dar esperanzas de una propuesta nueva y radical, se difumina desde las primeras líneas –pues hablar de versos sería demasiado– cuando el autor aborda temas que desconoce –o peor aún, que conoce a medias o de oídas–, como el de la mística: "Me distingo de los místicos en el disfuerzo de sus prolegómenos/ yo no devociono a la Palabra/ su pequeñez visible exime de rebajarme a la retórica (...) prefiero para mi mayor auge entre los humillados definirme inexistente/ Dios aún no creado/ mi existencia supera mi propia convicción de ser" (pp. 119). Esta especie de desafortunada perorata con apariencia de profundidad aparece por todas partes en el libro, y se hace solidaria de la construcción de un yo poético inflamado, reticente y soberbio, que se refugia desvergonzadamente en la contradictio, en un abanico de falacias y, claro, en la coartada perfecta: la apuesta por la saturación y la complicación del lector, de quien –según artículo de Valdivia publicado en el número 15 de Flecha en el azul, pp. 59– se dice que la poesía lo ha abolido.

Pero cuidado. Esta suerte de galimatías posmoderno, relativista y solipsista, que pretende, con palabras, abolir la comunicación (no abundaremos en lo absurdo de esta pretensión), es de los que cala más profundamente hoy en día. Tiene el atractivo de lo fácil y superficialmente misterioso, de lo vano y aparentemente profundo. Valdivia, y en alguna forma aquellos cuyas páginas se leen a sí mismas ("Esa poesía es y se mantiene, es leída por sus propias páginas", op. cit. pp. 59); es decir, Paula Bach, Rubén Quiroz, en menor medida, Gonzalo Portals; confunden decididamente oscuridad expresiva con profundidad, desvarío con originalidad, en suma, maldichismo (neologismo que alude a lo "mal dicho" en poesía) con malditismo.

Por supuesto que el espectro (nunca tan bien ubicada esa palabra como aquí) del malditismo noventero peruano no se agota con los poetas aquí escanciados. He querido referirme solamente a aquellos que han tenido mayor repercusión literaria o vital. Un estudio de este fenómeno, donde lo psicológico impregna lo literario, por lo menos requiere un acercamiento interdisciplinario en el que –se me ocurre– la antropología urbana y el psicoanálisis existencial podrían ser de mucha ayuda.





Un nuevo Grial



No es asunto extraño dentro de la tradición poética peruana el de la búsqueda de la trascendencia. Su presencia se puede rastrear en casi todos los poetas nacionales de importancia (pensemos solamente en Martín Adán y Javier Sologuren), y se intensifica durante las décadas del ochenta y noventa. Precisamente en estas décadas la presencia del poeta José Pancorvo ha sido decisiva en la apertura de varios creadores jóvenes a este tipo de preocupación. En 1997 publicó Profeta el cielo, libro muy mal leído por la crítica pero secretamente frecuentado por gente como Miguel Ildefonso, Domingo de Ramos, Roger Santivañez, Rocío Hervias, entre otros. Pancorvo, con este libro verdaderamente difícil por profundo, exige al lector no el embotamiento (o el aburrimiento) sino un conocimiento sólido de la tradición católica y la posibilidad de un retorno a formas poéticas clásicas, como el soneto. Las interminables noches de tertulia con este erudito humilde y entusiasta también hicieron su trabajo, y hoy tenemos, para poner sólo un ejemplo, a Domingo de Ramos interrogándose y alabando a la divinidad en su último libro, Cenizas de Altamira. Miguel Ildefonso, amigo personal de Pancorvo y a mi juicio el mejor poeta de la década pasada, también despertó a estas preocupaciones desde su primer libro, Vestigios. En su última entrega, Canciones de un bar en la frontera, la apuesta se consolida con temas místicos y homenajes insospechados: "estas palabras no son mías -los poemas existen/ en la realidad -yo les permito acercarse matarme ser/ en la hoja solo encuentro la perfección de los sonidos/ la sola finitud del cuerpo se cierra como una herida/ o un dios en los intersticios de la realidad/ callada/ yo he corrido hacia ese llamado/ he sido tocado/ seré/ San Juan de la Cruz" (pp. 65). La identificación del yo poético con el místico carmelita, la alusión directa al "llamado", tópico cristiano por excelencia, incluso el tono del poema apuntan a una transformación radical del yo poético que coincide con el final del poema, como sugiriendo que dada esa identificación salvadora las palabras ya no van más, están excedidas.

Más o menos en el mismo camino, pero con características diferenciadas, Rocío Hervias ha publicado su ópera prima, A dioses. El libro sugiere por un lado la necesidad de "despedir" un estado de cosas irresuelto, insuficiente en varios aspectos, problemático casi por esencia, en el que el materialismo occidental y su modo de vida basado en una dialéctica absurda entre deseo, satisfacción y frustración, no ofrece a los individuos -y mucho menos a los poetas- más que el aturdimiento de una vida signada por el consumo, el relativismo espiritual y una libertad poco menos que ilusoria. En este panorama apabullante y en el fondo estéril, los dioses -por supuesto que no el panteísmo, por ser práticamente inviable a estas alturas, sino lo que ellos significan en tanto que representan un estado metamaterial, diáfano- reaparecen en el horizonte como una necesidad, como una respuesta silente a los efluvios embriagadores de la tiranía material. Hervias apuesta con este libro por todo aquello que trascienda lo anodino, turbio, si se quiere trivial, del mundo concreto.

Un caso especial dentro de esta veta trascendente lo hallamos en "Las razones de los efectos", de Carlos Carnero. Aquí el pensamiento discursivo, filosófico, sustenta el trabajo poético en un inseguro pero a veces admirable equilibrio, no exento de álgidas expectativas: "Yo busqué a Dios a través del sexo/ y en cada roce silencioso en la penumbra/ Quise escuchar en tu voz o en la mía/ el gemido, el sonido abstracto/ que fuese mi nombre" (pp. 18).

Con mayor rigor poético, Libro del Sol, de Josemari Recalde, es un intento de congeniar tradición católica, culturas alternas y experiencia interior, todo bajo el signo de la búsqueda de una otra realidad, de un nuevo derrotero para el hombre contemporáneo. Es un poemario inundado de luz, de inefabilidad y compromiso con lo diverso, lo diáfano, lo elevado en un sentido sincero. A esto se suma una voluntad ritual que roza la mística y se erige positiva y llena de fe ante los entrampamientos de la vida moderna. Una poesía al servicio de lo trascendente que lamentablemente no podrá cuajar en los próximos años.

No ha sido mi intención aquí establecer algún tipo de comparación o deslinde maniqueo entre dos opciones poéticas tan válidas la una como la otra. Sólo he buscado resaltar críticamente dos apuestas importantes dentro de la diversidad de propuestas de la poesía de los noventa. Si con esto se ha visto cómo una de aquellas corrientes está más cimentada y madura que la otra, espero que esta impresión haya sido refrendada por los textos citados; es decir, por la palabra misma de los poetas, quienes siempre estarán lejos de mezquindades o infatuaciones.




[fuente: Proyecto Patrimonio - Marzo 2006]