domingo, 22 de junio de 2008

POESÍA Y NARRACIÓN EN EL PERÚ: 1960 – 2000

POESÍA Y NARRACIÓN EN EL PERÚ: 1960 – 2000 / David Antonio Abanto Aragón



a. Acerca de las generaciones

En más de una oportunidad se ha alertado contra el uso indiscriminado y superficial del término generaciones y décadas. Quizá el estudioso más constante en llamar la atención sobre este aspecto sea Ricardo González Vigil. Ha constatado como en las aproximaciones al desarrollo de la literatura peruana se habla alegremente sin rigor de generaciones del 50, 60, 70, 80, 90..., hasta, últimamente, de una generación del 2000. Acotemos por nuestra parte que la separación por décadas es meramente cronológica, propicia para balances o panoramas como el presente. En cambio, las generaciones implican un método histórico (su formulación más rigurosa corresponde a José Ortega y Gasset y su discípulo Julián Marías) de análisis e interpretación de los cambios operados en el conjunto de la sociedad, los cuales funcionan como un contexto para la configuración de una hornada generacional, de la que los escritores serían una —no la única— de sus manifestaciones. Esto significa que una generación es un estado de la sociedad y que todas las personas que han nacido en un lapso de quince años están sometidas a las mismas “vigencias”, es decir, condiciones económicas, sociales, políticas o culturales. Estas personas pertenecen, entonces a una generación influida por el mismo entorno: tienen en común los mismos condicionamientos, lo que les hace pertenecer a una misma generación, a pesar de cada persona responda de modo distinto. Y es que lo que les hace pertenecer a una determinada generación no es tanto cómo respondieron, porque obviamente hay respuestas diferentes, sino que tuvieron que reaccionar ante estímulos comunes. Por la tanto define a una generación la existencia de vigencias sociales y culturales, y no un puñado de individuos que se sienta o se presente como una generación. Indefectiblemente según Ortega y Gasset, cada quince años (el número es “redondo”, no “exacto”: alrededor de 15 años, en este lapso Marías distingue dos momentos en una generación: los primeros siete años, los “senior” y los últimos, “junior”) varía el sistema de “vigencias”, y no solo a causa de los cambios políticos y los conflictos bélicos, sino de múltiples factores, entre los que destacan las creencias. Uno no es miembro de una generación —empleando una terminología marxista— por su “conciencia social”, sino por su “ser social”, en otras palabras, se pertenece a una generación por el hecho de haber nacido en un momento determinado, más allá de que se tenga o no conciencia de ello. Es decir considera a la generación un marco que abarca tanto a las “élites” o las minorías con “conciencia generacional”, como a las masas; todas las personas de una sociedad, lo sepan o no pertenecen a una generación, resulta secundario que se posea conciencia o proyecto definido como generación. Además anotemos que la obvia diferencia que hay entre las diversas tendencias y grupos de una generación, así como la existencia de casos marginales, no invalida la delimitación de una generación. Un motivo debe tomarse en cuenta: una generación es un concepto de validez social, tiene que ver con la vida social e histórica, y no con la peculiaridad de una minoría o un sujeto.

No se puede reducir la idea de generación a la idea que proviene fundamentalmente de estudiosos alemanes, entre quienes destacan Wilhelm Dilthey, Julius Petersen y Wilhelm Pinder, para quienes el término “generación” alude a la idea de un grupo de personajes que son amigos entre ellos, tienen dotes privilegiadas para representar a la intelectualidad de la época y son una especie de elite que —a diferencia de la masa— tiene más conciencia de los problemas de su tiempo. Y es que la idea de generación de las teorías alemanas es la de un grupo de individuos superiores que crea un programa para la nación.

De otro lado señalemos que el concepto de generación no explica todo el dinamismo de la creación humana como pretenden Ortega y Gasset, Petersen y otros, por eso nuestra desconfianza frente al método de las generaciones. No somos partidarios de la teoría generacional en estricto sentido, pues el concepto de “generación” es como otras propuestas metodológicas, por ejemplo, el psicoanálisis de Sigmund Freud, el materialismo dialéctico, etc.: sólo ayudan a ver parte esencial de la dinámica humana. Sin embargo debemos ser permeables y, sí, consignar que, empleado con rigor, la teoría de las generaciones ofrece un elemento sustantivo a considerar para el estudio de la trayectoria histórica (conocemos el esfuerzo por aplicar con rigor el método de las generaciones a la literatura peruana del siglo XIX, hecho por Alberto Varillas y los varios esbozos de Ricardo González Vigil para el siglo XX).

Consideramos que hay que saber integrar el método de las generaciones a otros métodos que tienen en cuenta el modo de producción económico, la dinámica de la lucha de clases, la heterogeneidad cultural, las corrientes artísticas y los géneros literarios con su tradición particular. Ningún factor solo resulta suficiente, ni la “clave” final de todo.

Pasemos revista al desarrollo de la literatura peruana de los últimos 42 años, para dar un balance crítico (como parte —a la que se puede acceder de modo independiente— de un panorama, más amplio y ambicioso, que pretende dar cuenta de las primordiales líneas de creación de la literatura peruana desde los orígenes a los primeros años del tercer milenio) de los principales autores y tendencias creativas que se vienen presentando en el siempre activo y vigoroso campo artístico peruano. Señalemos que no es nuestra intención presentar ninguna nómina oficial de autores y/o grupos, porque dudamos de la existencia de tal cosa, queremos si mostrar que nuestra tradición literaria goza de muy buena salud, ni pretendemos agotar en esta mirada furtiva todos los ámbitos de desarrollo de nuestras tradiciones literarias. Vano intento individual, condenado de antemano al fracaso. Estamos seguros que el llevar a cabo tan titánica labor será obra colectiva de estudiosos y creadores que con mirada amplia y rigurosa puedan acceder con profundidad al fresco vivo y múltiple de la literatura peruana.


b. Una revisión crítica desde la creación

El periodo que se inicia en 1960, dentro de un clima socio-político e ideológico de carácter innovador y febril (consideremos el impacto de la revolución cubana, las guerrillas, la revolución cultural china, el mayo francés del 68, la Primavera de Praga, la “contracultura” juvenil, la beatlemanía, la matanza de Tlatelolco, los gobiernos de Velasco y Allende, el Concilio Vaticano II, el despliegue de las Ciencias Sociales, etc.) se caracterizó por la efervescencia creadora. En el ámbito latinoamericano, destacó el auge del llamado boom de la narrativa, pero en lo concerniente a las nuevas voces, en el Perú sobresalió el empuje de los poetas, tan cuantioso y múltiple que en solo quince años (según Ortega y Gasset, lapso adecuado para una sola generación) presenció dos hornadas con pretensiones generacionales, las llamadas “Generación del 60” y “Generación del 70”, formadas por poetas nacidos a fines de los años 30 y durante los años 40.

Algunas observaciones nos permitirán resaltar que varios poetas de la “Generación del 60” poseen una modernidad “moderada”, conectable a la herencia hispánica, francesa y aun italiana: Javier Heraud, poeta-guerrillero símbolo del 60, César Calvo, Ricardo Silva Santisteban, Juan Ojeda y Marco Martos. Sin embargo, de mayor trascendencia para la poesía posterior, ha sido la renovación profunda del lenguaje poético, en una especie de “segunda aventura vanguardista” (apoyada en la modernidad de lengua inglesa y ya no en la francesa que había privilegiado el vanguardismo de los años 20), efectuado por Antonio Cisneros (Canto ceremonial contra un oso hormiguero), Rodolfo Hinostroza (Contra Natura) y Luis Hernández (Vox horrísona). A estos nombres nucleares debemos agregar señaladamente los de Hildebrando Pérez Grande, Livio Gómez, Mercedes Ibáñez Rosazza, Carmen Luz Bejarano, Arturo Corcuera, Santiago Aguilar, Juan Paredes Carbonell, Juan Cristóbal, Carlos Henderson, Mercedes Eguren, Winston Orrillo, Mirko Lauer, Graciela Briceño, Reynaldo Naranjo, Edgardo Tello, Manuel Pantigoso, Elvira Ordóñez y María Olivera de Chumpitasi, etc.

Destaquemos un rasgo esencial de los poetas del 60: el de dinamitar la nefasta división entre poetas “puros” y “sociales” en que cayeron varios exponentes de la Generación del 50 (y algunos anteriores, desde fines de los años 20), lo cual se percibe desde los primeros poemarios del 60, los de Heraud, Calvo, Cisneros, Naranjo, y el renovado Corcuera de esos años.

Anotemos que para abordar a los poetas del 60 debemos considerar una visión de las diversas tendencias creadoras de poetas tan personales, algunos de ellos, por ejemplo Calvo, Hernández y Cisneros, con etapas bastante diferenciadas en su trayectoria creadora. Ello permitirá aquilatar mejor porque la labor creadora del 60, sumada a la de la Generación del 70, supuso una especie de “nueva fundación” (en el caso del 70, con rasgos neovanguardistas) de la poesía peruana contemporánea, de enorme repercusión en los poetas de 1975 en adelante.

Precisamente, la exploración de cuño vanguardista llevada a cabo por los poetas del 60 fue radicalizada por la mayoría de los poetas de la Generación del 70, varios de ellos animadores de grupos o revistas con formulaciones atrabiliarias y parricidas en 1967-1973, en particular la revista Estación reunida, el Movimiento Gleba y Hora Zero (la contribución horazeriana erupciona con el incendiario manifiesto “Palabras urgentes” redactado por sus principales forjadores: Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz y donde solo se salvaba Vallejo y lo que entonces despuntaba de Heraud). Con relación a la propuesta horazerista afirmemos que fueron sus miembros los que consolidaron una especie de neo-vanguardismo o segundo periodo vanguardista propugnando, el “poema integral” en sintonía con ese complejo proceso-histórico-cultural de expresar “todas nuestras sangres” en lenguaje vanguardista desarrollado en los años 20 - 30, dando la versión de las mayorías marginadas y alienadas.

Destaquemos las voces de Enrique Verástegui (autor de la aventura poética más incandescente y desmesurada de los veinte últimos años del siglo XX: En los extramuros de mundo, Angelus Novus, Monte de goce, etc.; pero Verástegui ha extendido esa voluntad totalizadora a todas las prácticas textuales posibles como lo prueban El motor del deseo y las tres novelas de Terceto de Lima), José Rosas Ribeyro, Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz, Tulio Mora, Ricardo Oré, Luis La Hoz, Patrick Rosas, Eloy Jáuregui y Ricardo Falla.

Otras líneas creadoras, que tornan patente la riqueza de posibilidades expresivas de los miembros de esta generación, pueden hallarse en los poemarios de José Watanabe, Abelardo Sánchez León, Armando Rojas, Cesáreo Martínez, Juan Bullita, Ricardo González Vigil, César Toro Montalvo, Carlos Zúñiga Segura, Jesús Cabel, Jorge Nájar, Oscar Málaga, Omar Aramayo, Luz María Sarria, Ana María García, Nicolás Yerovi, etc.

A mediados de los años 70, la revista La Sagrada Familia dio a conocer a Enrique Sánchez Hernani, Carlos López Degregori, Edgar O’Hara, Roger Santivañez y Luis Rebaza. También aparecieron, por entonces, José Morales Saravia, Mario Montalbetti, Carlos Orellana, Fernando Castro y Carlos Guevara. Otras voces no menos importantes son: Elqui Burgos, Gustavo Armijos, José Luis Ayala, Julio Carmona, Ronald Portocarrero, Sonia Luz Carrillo, Rosina Varcárcel, Enriqueta Belevan, Otilia Navarrete, etc.

Con respecto a las diferencias entre las generaciones poéticas del 60 y del 70, Ricardo González Vigil ha escrito “nos recuerdan la continuidad y ruptura que hay entre el inicio de la “modernidad poética entre nosotros, con los poetas modernistas y postmodernistas, tendientes al cultismo, el refinamiento, el cosmopolitismo y la valoración de la orfebrería artística (su equivalente: la Generación del 60), y la exacerbación de la “modernidad”, con los poetas vanguardistas, amigos de grupos y manifiestos, en gran parte de procedencia provinciana, atentos a la problemática de nuestras raíces indígenas y tensiones histórico-culturales (su equivalente: la generación del 70)”.

Dos importantes narradores representan el tránsito entre el 50 y el brote generacional de fines de los años 60: Antonio Gálvez Ronceros y Oswaldo Reynoso. Otros ya pertenecen de lleno a los años 60, aunque previos a los brotes de finales de esa década: Edgardo Rivera Martínez, Eduardo González Viaña, Laura Riesco, Guillermo Thorndike y Marcos Yauri Montero.

En este mismo lapso surgieren varios narradores de calidad, pero no hubo “deseos generacionales” en ellos, a tal punto que una formidable revista, Narración (animada por Oswaldo Reynoso, Gregorio Martínez, Roberto Reyes Tarazona, Miguel Gutiérrez, Nilo Espinosa Haro, etc.), optará por una vía ideológica revolucionaria, antes que por una propuesta generacional.

Surgen nuevas voces, consignemos (además de la aparición de Gálvez Ronceros, Rivera Martínez y González Viaña, quienes maduraran considerablemente en los años 70) a Juan Morillo Ganoza, Felipe Sanguinetti y Julio Ortega, de apreciables dotes. Otro grupo de narradores estará más cerca del brote generacional de 1966-1968: Miguel Gutiérrez (la figura más relevante de la novela latinoamericana de los últimos años del siglo XX, con un universo creador de grandes dimensiones artísticas y simbólicas, articulado a la manera de Balzac o Faulkner), Alfredo Bryce Echenique, Jorge Díaz Herrera, Félix Alvarez Sáenz, Hildebrando Pérez Huarancca, José Antonio Bravo, Carlos Garayar, Augusto Higa, José B. Adolph, Isaac Goldemberg, Fernando Ampuero, José Watanabe, Andrés Maldonado, Carlos Gallardo, Luis Urteaga Cabrera, Harry Belevan, Luis Fernando Vidal, Carlos Calderón Fajardo, Maynor Freyre, José Antonio Bravo, César Hildebrandt, Óscar Ugarteche, Fietta Jarque, etc.

La maduración narrativa de Miguel Gutiérrez sobresale quizá como el mayor acontecimiento literario del Perú (una mirada atenta al panorama de Hispanoamérica nos parece indicar que también en ese ámbito) de la década final del siglo XX e inicios del presente siglo. Dotado de un gran registro creador, versátil en temas y recursos, así como en niveles narrativos, desde el realista (dominante en El viejo saurio se retira, y Hombres de camino) y el real-maravilloso (patente en La destrucción del reino) hasta el fantástico (Babel, el paraíso) y el de la teorización sobre una novela posible (Poderes secretos) Gutiérrez puede tejer tramas con afán totalizante: La violencia del tiempo quizá la novela peruana más admirable, en todo caso la obra hispanoamericana más extensa —y no solo en cantidad— compleja y totalizante que conozcamos y El mundo sin Xóchitl excepcional narración de gran espesor totalizante.


c. Del 80 al 2000

Entre 1980 y el 2000 se suele hablar, del mismo modo, de dos hornadas generacionales: la “Generación del 80” y la “Generación del 90”. Entre 1979 y 1980 ocurrieron acontecimientos históricos que variaron el marco socio-político-económico: la vuelta a la ‘democracia’, luego de la Constitución de 1979; el inicio de la denominada “guerra popular” dirigida por el Partido Comunista del Perú (mal llamado Sendero Luminoso), seguida de las actividades del autoproclamado Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y la represión antisubversiva a cargo de las Fuerzas Armadas y Policiales, todo ello bajo una violencia desenfrenada nunca antes vista en el Perú, con mucho de “guerra sucia” y salvajismo que fue poco a poco, insensibilizando a la población; junto con el espiral de violencia, un ritmo inflacionario creciente que devino en hiperinflacionario durante el régimen de Alan García Pérez, igualmente terrible para desarticular las frágiles instituciones nacionales, tornándolas inoperantes e insuficientes, desbordadas por la miseria, la migración y la emigración, la informalidad, el tráfico ilícito de drogas, el contrabando y la corrupción de toda laya, etc. Probablemente, los años 80 han sido los más convulsos y desestructuradores que haya padecido el Perú desde el drama crucial de la Conquista; ni siquiera las luchas de la Emancipación o la sangrienta Guerra del Pacífico afectaron tanto la vida nacional. Este contexto favoreció la eclosión de grupos como el Movimiento Kloaka, Ómnibus, Macho cabrío y el colectivo Octubre, que asumieron una vía de expresión vinculada a un compromiso ideológico revolucionario con manifiestos parricidas e iracundos, en la vía de Hora Zero y Estación reunida. De estos el grupo de mayor actividad y convocatoria contracultural fue el Movimiento Kloaka (a él pertenecieron José Antonio Mazzotti, Roger Santivañez, Mariela Dreyfus, Domingo de Ramos, Dalmacia Ruiz Rosas, Mary Soto, Raúl Mendizabal, César Ángeles, Julio Heredia, entre otros) activo en el lapso 1982 -1984.

La poesía, señala Rodrigo Quijano, dio en este periodo “la más rica y sugestiva fuente de registros de una modernidad entrecruzada, desencontrada y desencantada, en medio de la cual hizo su aparición una masividad popular decantada de las ruinas de un proyecto mayor, nunca acabado ni tal vez emprendido, pero de cuyos escombros emergieron los portadores de una nueva cultura, hecha casi literalmente a retazos y de retazos, desde los que se perfilaba la sombra de un proyecto otro, distinto, nunca del todo definido —¿tropical?¿andino?¿?—, venido del híbrido y del reciclaje.”

Como era de esperarse, la poesía, además de los mencionados integrantes de Kloaka (de los que brillan con luz propia Mazzotti y de Ramos), dio muestras de un nuevo brote generacional donde destacan Eduardo Chirinos, Oswaldo Chanove, Ivan Suárez Morales, Alonso Ruiz Rosas, Jorge Eslava, Óscar Limache, Eduardo Urdanivia, Miguel Ángel Zapata, Alonso Rabí do Carmo, Alfonso Cisneros Cox, Sandro Chiri, Pedro Escribano, Julio Aponte, Maurizio Medo, Rodrigo Quijano, Julio Chiroque, Luis Eduardo García, Jorge Frisancho, Elí Martín, etc. En la década de los ochenta lo más llamativo fue el alto nivel alcanzado por la poesía femenina, por vez primera del mismo rango —como conjunto— que el elenco masculino de su generación; abrió la brecha Carmen Ollé (por edad y temple creador, pertenece a la Generación del 70, consideremos que integró Hora Zero, su poemario Noches de adrenalina desencadenó la ebullición femenina de esta década) y la ahondaron Giovanna Pollarolo, Patricia Matuk, Rocío Silva Santisteban, Mapi Kruger, Mariela Dreyfus, Patricia Alba, Marcela Robles, Magdalena Chocano, Rossella Di Paolo, Elvira Roca Rey, Sui Yun, May Rivas, Doris Moromisato, Liliana Bringas, Ana Varela Tafur, Josefina Barrón, Patricia Lara, etc. Aquí, como apunta Victoria Guerrero, hay otro discurso que también debería discutirse con mayor rigor ya que tuvo importancia en los 80, con sus secuelas en los años por venir. Es el discurso ideológico y ‘feminista’ de los militantes del PCP (la necesaria identidad clandestina de sus militantes no permite llevar a cabo una presentación, sin embargo baste mencionar el nombre de Edith Lagos y al poeta-trovador conocido como Jovaldo para demostrar la existencia simultánea de una actividad artístico-literaria vinculada a la su actividad político militar).

Cabría hablar, también, de una “Generación del 80” entre los narradores, en tanto en los primeros años de esa década, favorecida por la creación de bastantes concursos nacionales de cuento (en 1979 se efectuó la primera convocatoria del Premio Copé de Cuento, otros concursos se sumaron a tarea tan loable, entre ellos “El cuento de las 1000 palabras” de la revista Caretas, etc.), se dio a conocer una estupenda promoción de escritores que han hecho notables contribuciones al cuento peruano, débiles —en cambio— hasta ahora en sus tentativas novelísticas. Otorguemos mención especial a tres creadores que ya poseen un universo propio y gran destreza artística: Oscar Colchado Lucio, Cronwell Jara Jiménez y Alonso Cueto.

En el espectro narrativo, Guillermo Niño de Guzmán califica a la Generación del 80 como “una generación del desencanto” con escritores marcados por la frustración de los sueños revolucionarios y utópicos de los años 60, por el fracaso del reformismo velasquista y por las plagas desencadenadas desde fines del gobierno de Morales Bermúdez, con un clima de “ilusiones perdidas”, en el que la crisis económica derivó en una auténtica depresión económica y moral por cuanto arrastró no solo una secuela de miseria y desesperanza sino de corrupción y degradación.

No obstante las marcas del escepticismo y el desencanto no reinan en todas las voces de la generación del 80, aunque sea mayoritaria su presencia. Una óptica esperanzada la podemos hallar en varios autores de importancia debiendo conectar la creación literaria con la experiencia ideológica de cada escritor.

A grandes rasgos, cabe distinguir entre una narrativa nutrida de la experiencia urbana, en un contexto de penetración del sistema capitalista, con su perspectiva individualista, inserta sin más en la “nueva narrativa” internacional. Hay un deliberado “tono menor”, un apartarse del sueño del boom de plasmar “novelas totales” o que revolucionen las estructuras verbales. En el caso peruano los jóvenes del 80 se han consagrado preferentemente al cuento. En eso se parecen a los autores del 50 y se distancian de los escritores surgidos alrededor del 68 (formados al calor del boom y los fulgores de los 60) tan pródiga en novelistas como hemos visto.

En contraste con los autores urbanos “desencantados” existen dos opciones que enarbolan signos de fe y esperanza, las cuales pueden darse juntas en algunos autores: una se alimenta de experiencias sociales diversas de la “modernidad occidental”, ora andinas, ora amazónicas, ora populares de la costa con ingredientes negros o de migraciones indígenas o de inmigrantes asiáticos.

La otra opción procede de una apuesta por una narración de aliento revolucionario, identificada con las clases populares, tanto en el ámbito urbano ya inserto en el capitalismo, como en marcos distantes de la “modernidad occidental”. En estas dos opciones la realidad y la vida priman sobre el mero logro artístico.

Apuntemos los valiosos nombres de Guillermo Niño de Gúzman, Dante Castro, Luis Nieto Degregori, Augusto Tamayo San Román, Siu Kam Wen, Mario Choy, Julián Pérez, Renato Sandoval, Oscar Araujo, Zein Zorrilla, Enrique Rosas Paravicino, Peter Elmore, Jorge Eslava, Alfredo Pita, Mariella Sala, Jorge Bruce, Guillermo Saravia, Alejandro Sánchez Aizcorbe, Viviana Mellet, Pilar Dughi, Walter Ventosilla, Luis Fernando Vidal, Augusto Tamayo San Román, Arnaldo Panaifo, Teófilo Gutiérrez, Eduardo Adrianzén, Mario Bellatin, Fernando Iwasaki, Carlos Herrera, Javier Arévalo, Jorge Ninapayta y Jorge Valenzuela.

Los 80 fueron una etapa muy violenta (Nelson Manrique ha denominado a este periodo “la década de la violencia”), que terminó para el discurso de los medios oficiales con la caída de Abimael Guzmán en 1992. Sin embargo, como apunta Guerrero, sabemos que eso no fue así. La guerra interna que se desarrollo en el país ha dejado muchas secuelas de las cuales recién hoy podemos siquiera balbucear unas cuantas cosas a través de las expresiones artísticas de los escritores de los años 90.


d. La voz de la diversidad

En el ámbito nacional se habla, también, de una “Generación del 90” tomando como referencia el año de inicio del gobierno de Alberto Fujimori, aunque sobresale el simbolismo mayor de 1992, por la disolución fujimorista del Congreso y el autogolpe de Estado que inicia el gobierno de facto, la captura de Abimael Guzmán y gran parte del Comité Central del insurgente PCP, más las conmemoraciones del Quinto Centenario del llamado “Encuentro de dos mundos”. Acotemos que entre los años 80 y 90 debemos subrayar la enorme fractura ideológica desencadenada por el derrumbe del orbe soviético y el desprestigio de los socialismos “realmente existentes”, así como la recepción prestada a conceptos tan discutibles como los de “Postmodernidad”, “Generación X”, “Globalización” y las proyecciones al “tercer milenio”.

A inicios de la década, como apunta Luis Fernando Chueca (autor del estudio más exhaustivo que se ha elaborado sobre la “generación del 90” en poesía), grupos, como Neón, Estación 32, Geranio Marginal, Vanaguardia o Noble Katerba —casi una avalancha—, trataron de reeditar algunas de las estrategias de apropiación del espacio literario (recitales, revistas, presentaciones conjuntas, declaraciones) emprendidas en décadas anteriores por Estación Reunida, Hora Zero, La Sagrada Familia, Kloaka u Ómnibus. Esta actitud, sin embargo, desde la ruidosa disolución de Kloaka en los ochenta, enfrentaba una inocultable sensación de agotamiento: para la mayoría, incluso para varios de los que los formaron, los colectivos “sólo traen desventajas para la creación individual”. Aun algunos representantes de Neón el grupo de mayor notoriedad y convocatoria (a él pertenecieron Leo Zelada, Héctor Ñaupari, Carlos Oliva, Miguel Ildefonso, Juan Vega Moreno, Mesías Evangelista Ricci, Luis Espejo, Paolo de Lima, Harold Alva y José Calderón), reivindicaron “la libertad de hacer la poesía que yo quiero”. Es decir, que a los grupos, más allá de las posibilidades publicitarias y la institucionalización de la camaradería, poco significado se les reconoce. A propósito —y aunque no es lo determinante, sí tiene un peso inocultable— también hay que mencionar que al llegar a los noventa, los colectivos de todo cuño se encontraban en retirada o, cuando menos, probaban ya el sabor del desprestigio. Todo esto explica la corta, en algunos casos cortísima, duración de los grupos poéticos surgidos, y da luces para entender que la aparición del grupo integrado por Florentino Díaz, Christian Zegarra, Enrique Bernales y Carlos Villacorta, Inmanencia, —hecho que de por sí resulta paradójico—, a fines de la década, haya tenido signo opuesto: poética espiritualista y no “urbana”, rituales y no actos, y poco afán de convocatoria (aunque sí de notoriedad, como sus pares inversos) permiten su caracterización más como un antigrupo: el reverso de una experiencia acabada. César Ángeles ha escrito al respecto algo que vale considerar para establecer los vínculos de continuidad y de ruptura entre los poetas de los 80 y los 90: “Los poetas peruanos aparecidos en la última década son, pues, nuestros novísimos. Los del 60 y del 70 serían los seniors, y los del 80, los hermanos mayores”.

Se consideran dentro de este brote generacional de los 90, (además de los ya nombrados neones e inmanentes) las voces poéticas de Montserrat Álvarez, Xavier Echarri, Ericka Ghersi, Rocío Castro Morgado, Odi González, Violeta Barrientos, José Pancorvo, José Carlos Yrigoyen, Eduardo Rada, Esther Castañeda, José Beltrán Peña, Daniel Mathews, Santiago Risso, Jaime Urco, Juan Benavente, Tania Guerrero, Gerson Paredes, Lorenzo Helguero, Jorge Obando, Yuri Gutiérrez, Rocío Hervias, Jorge Ita Gómez, Ricardo Ayllón, Lawrence Carrasco, Rafael Lara Rivas, Egidio Auccahuaque Quispe, José Luis Mejía, Marita Troiano, Rodolfo Ybarra, Luis Fernando Chueca, Luis Fernando Jara, Grecia Cáceres, Sonaly Tuesta, Charo León, Renato Cisneros, Josemari Recalde, Rafael Espinosa Montoya, Alfredo Villar, Rubén Silva Pretel, Cecilia Molina, Bili Sánchez, Victoria Guerrero, Paul Guillén, Arturo Higa, Martín Sánchez, Silvia Vidalón, Jessica Morales, Roberto Zariquey, Edgar Saavedra, Víctor Coral, Johnny Barbieri, Diego Otero, Jaime Rodríguez, Roxana Crisólogo, Gabriel Espinoza, Rubén Quiróz Ávila, César Gutiérrez, Antonio de Saavedra, Gladys Flores, Ricardo Quezada, Victor Bradio, Carolina Fernández, Mónica Delgado, Cecilia Madueño, Yamily Yunis, Gabriel Rimachi Sialer, Alberto Valdivia, Virginia Benavides, Ricardo Virhuez, Rosario Rivas Tarazona, Kenneth O’ Brien, Rodolfo Pacheco, Roberto Sánchez Piérola, Willy Gómez, César Ávalos, etc.

A nuestro juicio destacan con brillo propio en este brote generacional Victoria Guerrero y Miguel Ildefonso, hasta el momento, los autores poseedores de un mundo creativo propio, ambos, dueños de una poderosa sensibilidad, imaginación y opción estética e ideológica, que los muestran como propulsores de las obras poéticas más sólidas y coherentes —como conjunto— con textos de factura consistente, de lo mejor de la poesía última.

Aunque tienen en común con las generaciones previas, de cierta manera, la exploración del tema urbano —se profundiza esta veta— y casi todos dejan de lado la temática del cuerpo y sobre todo, en el caso de las poetas, del cuerpo erótico no hay aún una caracterización clara, debido a que quizá tal vez todavía sea demasiado pronto para apreciar el panorama en su conjunto. Pero podemos señalar que en los poetas de los noventa apreciamos una cancelación del espíritu gregario que, afirma Chueca, va de la mano con la consolidación de otra tendencia: la ausencia de todo sentido parricida. Más allá de las admiraciones o divergencias, y con buen ojo crítico en algunos casos, los poetas del noventa, en su mayoría ajenos a la militancia grupal, no han pretendido ser refundadores de ninguna tradición. Lejos de todo adanismo, aceptan su múltiple paternidad, peruana y extranjera. Se han alejado, también, del malditismo que, aunque tuvo una gran presencia en los primeros años de la década, ha hecho evidente, en sus últimos estertores, aislados y casi siempre fallidos, el signo de un ya escuchado espíritu adolescente. Una observación importante: sería bueno indagar si la poesía de los 90 buscó alejarse concientemente de todo tipo de manifestaciones políticas debido a que tenía que confrontarse con un referente muy agresivo encarnado en los referentes que la subversión esbozó como entidades que finalmente cumplían paradigmas vinculados a los oscuros mecanismos del poder.

Ahora bien, para el brote narrativo de los noventa Oswaldo Reynoso ha empleado la categoría de “narrativa de transición” al referirse a las obras de los narradores del noventa que “están preparando el camino para una gran novela” empleando dos vías de expresión narrativa que deben considerarse al momento de aproximarnos a esta hornada generacional: la de negación total de la realidad y la del enfrentamiento descarnado y violento de la realidad. En esa línea vale considerar las palabras de Iván Thays vigentes en lo sustantivo: “No creo que la narrativa última peruana haya dado, en general, un salto cualitativo. [...] Se escriben más novelas y cuentos pero, en general, no existe un estilo ni una voz particular”.

Aquí resulta patente que los textos que más se comentan y difunden, asimilan autores y tendencias de la narrativa norteamericana, por encima de cualquier otra tradición literaria: Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner (actuantes desde la Generación del 50 peruana, pero entonces contrapesados con las lecciones del realismo francés y ruso, el neorrealismo italiano, el existencialismo francés, Marcel Proust, James Joyce, Franz Kafka, etc.); Dashiell Hammett, Raymond Chandler y el “policial negro”; Jack Kerouac y la beat generation; Truman Capote, Norman Mailer y la literatura de no-ficción (faction); Raymond Carver y el “minimalismo”; Charles Bukowski y el “realismo sucio”. Se propicia la creencia de que el neoindigenismo y, en general, el realismo maravilloso está agotado, reducido a versiones empobrecedoras.

Ricardo Sumalavia, en el primer lustro de los noventa, ha distinguido tentativamente tres vertientes de narración aplicables tanto en la novela como en el cuento: los llamados “neorrealistas exacerbados”, con libros cuya preocupación era establecer, cuestionar y minar el nuevo espacio habitado por una juventud sin mayor norte que entregarse a las vicisitudes del momento; los narradores que asumieron el reto de dar cuenta de la violencia subversiva e institucionalizada que atravesó el país entre los ochenta y noventa; y, por último, los narradores que experimentaron lenguajes y temas distintos, con libertad de fabulación, donde la creación literaria, sus mecanismos, el diálogo permanente entre los propios textos, son lo primordial; alejándose en la mayoría de los casos de toda referencialidad peruana o social alguna. Habría que complementar esta caracterización con algunas categorías planteadas por Marcel Velázquez; en primer lugar, la doble vertiente apuntada para las escritoras nacionales que iniciaron su obra narrativa en los noventa: los textos que plantean la voluntad política de desmoronar el falogocentrismo y articularse con todas las voces marginales y subalternas (minorías étnicas y sexuales) y aquellos que pretenden captar la realidad desde su ser femenino a través de novelas de formación (bildungsroman) u otras formas novelísticas y, en segundo lugar, lo que el mismo Velázquez ha dado en denominar novela Joven Urbano Marginal (JUM) caracterizada por un desmedido afán de emular el realismo sucio. Las novelas JUM, siguiendo a este autor, están narradas en primera persona y su personaje principal se desplaza por múltiples espacios sociales y enfrenta difíciles vicisitudes pero siempre se mantiene incólume y no modifica su discurso sino que intenta incorporar y articular las otras realidades a su pequeño mundo, convirtiendo la marginalidad en una postal decorativa que no cuestiona ni la identidad ni el lenguaje de sus protagonistas quedando, por ello, reducidas a las confesiones de una cáscara.

Podrán considerarse las voces de Iván Thays, Franco Ávalos Alvarado, Enrique Planas, Patricia de Souza, Julio Villanueva Chang, Jaime Bayly, Carla Sagástegui, Walter Lingán, Eduardo León, Gonzalo Portals Zubiate, Grecia Cáceres, Fátima Carrasco, José de Piérola, Pedro Salinas, Oscar Malca, Manuel Rilo, Raúl Tola, Carlos Rengifo, Sergio Galarza, Carlos Dávalos, Gustavo Rodríguez Saavedra, José Donayre, Carlos Torres Rotondo, Morella Petrozzi, Jorge Eduardo Benavides, Mario Guevara Paredes, Selenco Vega, Enrique Prochazca, José Güich Rodríguez, Jorge Luis Chamorro, Daniel Soria, Max Palacios, Julio César Vega, Catalina Lohmann, Omar Bénel, Carlos García Miranda, Edmundo Ernesto Delgado, Ricardo Sumalavia, Marco García Falcón, Santiago del Prado, Luis Zúñiga Morales, etc.

Mención especial en el espectro narrativo de los años noventa, nos merece el proyecto colectivo del grupo Anillo de Moebius en el que, a partir de 1992, confluyen registros narrativos múltiples, alternando voces de experiencia narrativa reconocida con otras que asoman con muy buen pulso: Rosa María Bedoya, Catalina Bustamante, Carmen Guizado, Rosa Elena Guizado, Carmen Luz Gorriti, Elvira Ordóñez, Aquiles Pacheco, Clara Pawliknowski, María del Carmen Prado Ramírez, Mario Vinatea Recoba, Cecilia Medina, Zelideth Chávez y Yeniva Fernández.

Algunos ya gustan hablar de una Generación del 2000. Aunque consideramos que resulta precoz una caracterización de este brote generacional, podemos constatar la presencia de algunos nombres dignos de consideración entre poetas y narradores como Miguel Ángel Sanz Chung, Vedrino Lozano Achuy, Ángel Ibarguren, Raúl Solís, David Jiménez, Frank Turlis, Rubén Landeo, Manuel Vargas, José Carlos Macavilca, José Agustín Haya de la Torre, Romy Sordómez, Carlos Olivera, Miguel Malpartida, José Ramos, Juan Reyes Segura, Alessandra Tenorio, Jessica Pita, Percy Ramírez, José Córdova, Félix Mendoza, Dante Ramírez La Torre, Miguel Reyes, etc. Acotemos provisoriamente, que muchos de los novísimos escritores mencionados forman parte de lo que Víctor Coral ha calificado como “un miniboom poético en Lima”, en una especie de resurgimiento de grupos poéticos como El club de la serpiente, Sociedad Elefante, Cogito ergo sum, Cieno, Colmena, Jade, Artesanos, Ciudad invisible, etc.


e. A modo de conclusión provisional

Si algo caracteriza a nuestra tradición literaria, según podemos concluir a partir de esta mirada furtiva presentada, es la diversidad de tendencias y vertientes, en fecunda conexión con nuestra heterogeneidad geográfica, étnica, lingüística, cultural..., diversidad actuante al interior mismo de la mayoría de nuestros principales escritores: Manuel González Prada, Abraham Valdelomar, José María Eguren, César Vallejo, Gamaliel Churata, Martín Adán, Ciro Alegría, José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, Jorge Eduardo Eielson y Mario Vargas Llosa son ejemplos privilegiados, a los que cabe añadir, en las últimas décadas, los nombres de Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro, Edgardo Rivera Martínez, Miguel Gutiérrez, Carlos Herrera, Iván Thays, Enrique Verástegui, José Watanabe y Miguel Ildefonso. Un rasgo a subrayar es la capacidad de apropiarse de los aportes de la literatura “occidental” y, en algunos casos, de la “oriental”, recreándolos desde nuestras raíces histórico culturales con la asimilación y la reelaboración escrita de nuestra rica tradición oral en lenguas andinas y amazónicas: nada más andino y, a la vez, más universal que la poesía de César Vallejo y las narraciones de José María Arguedas, por mencionar ejemplos cumbres. Así como en las letras coloniales los cronistas peruanos, aún más que los mexicanos, crearon textos originales, de resonancias nacionales (pensemos en el Inca Garcilaso y Guamán Poma), y así como Ricardo Palma labró la obra más original y americanista de su tiempo, de modo afín las corrientes literarias del siglo XX, incluyendo las cosmopolitas (Modernismo, Realismo, Vanguardismo) poseyeron características peculiares en el Perú, entretejidas con la óptica de “peruanizar el Perú” (feliz expresión usada por Gastón Roger, seudónimo de Ezequiel Balarezo Pinillos, para la sección Peruanicemos al Perú de la revista Mundial, pero difundida por José Carlos Mariátegui) y la visión de “nuestra América” (término acuñado por el cubano José Martí).

Finalmente, reiteramos que no hay nada más ajeno en nuestro ánimo que el querer presentar nómina oficial alguna de autores y/o grupos, porque estamos convencidos de que nuestra tradición literaria no la constituyen ni listas ni enumeraciones mezquinas sino entidades en continuo y dinámico proceso de formación, por eso a través de una mirada furtiva queremos insistir sí en mostrar, al desocupado lector y al público en general, que quizá sea conveniente volver los ojos y prestar atención a los campos en los que contamos con un legado vivo y valioso que festejar y emular por obra de grandes escritores y denodados editores quienes a pesar de los escollos que representa, por decir lo menos, el escaso interés de los diferentes gobiernos por apoyar y auspiciar una auténtica política cultural, navegan contra la corriente usando como primordial herramienta en su gesta, que es la nuestra, la palabra; sobre todo en tiempos cuando se propaga el desánimo y el escepticismo con sus sesgos de indignación y de vergüenza, en tiempos que se nos tiende a hacer pensar a la gran mayoría de peruanos que lo que mejor retrata al Perú es la televisión chatarra, la corrupción e ineptitud política y la apatía futbolística, ahora más que nunca “hay, hermanos, muchísimo que hacer”. Vale.






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