viernes, 25 de julio de 2008

¿NUEVA POESIA?: ATISBANDO EL SIGLO XXI

¿Nueva Poesía Peruana?: Atisbando el siglo XXI / Maurizio Medo



La década de los 90 en la poesía peruana, a la luz del nuevo siglo, se constituye en un período imprescindible para el abordamiento de las poéticas de los creadores Post-2000. La trascendencia de los Noventa no estriba en lo que Luis Fernando Chueca denomina consagración de la diversidad pues la misma, en las proporciones en las que se manifiesta, refleja la carencia de una identidad generacional. La producción bibliográfica en este decenio da cuenta del Apocalipsis Now de un centro retórico, ya entrevisto en 1983, así como de las aventuras individuales, disímiles en la expresión, tal como se percibe en la publicación de tres títulos, casi en simultáneo, Zona Dark de Montserrat Álvarez, Las quebradas experiencias de Xavier Echarri y Sapiente Lengua de Lorenzo Helguero.

Estos títulos, a diferencia de lo que pudieron resultar Canto ceremonial contra un oso hormiguero de Antonio Cisneros, Las Constelaciones de Luis Hernández o Consejero del lobo de Rodolfo Hinostroza para Los Rupturistas del 68 y sus hermanos menores, los poetas de Hora Zero y Estación Reunida, no ostentan el sambenito paradigmático. Ni Álvarez, ni Echarri, ni Helguero representan "trasformaciones del sujeto poético" (Cornejo Polar). A excepción de Helguero, quien apuesta por una reinstauración irónica de lo culterano, los discursos se entrecruzan con referentes válidos para autores de previa aparición. Esto se evidencia en la relación entre Echarri y Frisanco o en la de Álvarez con el espíritu anarquista del Movimiento Poétiko Kloaka.

La relatividad generacional se ahonda pues si arriesgamos, no con vocación de catastro, a rastrear otras expresiones ulteriores, veremos como los primeros (denominados inclusive como "poetas pre-noventas" por las dificultades que representan para los métodos clasificatorios) nada tiene que ver con otros títulos, de aparición súbitamente posterior, como Pista de Baile de Martín Rodríguez Gaona, Vestigios de Miguel Ildefonso o El libro del sol de Josemari Recalde. El lector comprobará que pese a su enorme valía ninguno de estos autores posee (ni busca) una representatividad colectiva.

Si, como dice Quijano, la década del 80 haya sido probablemente la más rica y sugestiva fuente de registros de una modernidad entrecruzada, desencontrada y desencantada (...) pero de cuyos escombros emergieron los portadores de una nueva cultura, hecha casi literalmente a retazos y de retazos, desde los que se perfilaba la sombra de un proyecto otro, distinto, nunca del todo definido -¿tropical? ¿andino? ¿?-, venido del híbrido y del reciclaje. Los 90 constituyen la búsqueda de esa definición, cuyo fracaso produce dislocamientos que desplazan al sujeto poético, sumido en una crisis de representación y de representatividad, a la margen de la margen, desde donde la intensidad de la experiencia personal sustituyó a la del contexto político-social.

La consagración de la diversidad es al mismo tiempo el aniquilamiento de la identidad. Si para Ortega y Gasset una generación "es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre (...) compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos"(1), los años vividos en el Perú durante los 90 reencarnan su antítesis. El poeta en ese período es la negación de ese compromiso dinámico entre masa e individuo. Escribe desdeun no-lugar restringiendo su conciencia a la del propio lenguaje. Los 90, hay que ser claros, más que constituir una generación, representan un tránsito histórico entre los 80 y lo que se vive en estos años post-2000. Durante este lapso la heterogeneidad, innata a nuestra(s) poesía(s) elevó el volumen alcanzando los decibeles adecuados para "poguear" desde la estridencia de la babelización, fundamentalmente por una posición antiposconversacionalista. Esta postura ante el coloquialismo anglosajón de órbita cultista, dislocado al extremo en los años 80, generó nuevas búsquedas en la expresión, desde el discurso fragmentario, casi de bricolaje de Martín Rodríguez Gaona hasta el barroco místico de José Pancorvo pasando por el sincretismo chicha-beat de Miguel Ildefonso.

El desbordamiento poético surge no como una afirmación, más bien como oposición, o desdén, ante los discursos precedentes. La veta culterana- sostiene Lauer- me parece el caso extremo de un deseo de tomar distancia frente al tono conversacional (en oposición a recitable, neo-vanguardista he oído llamarlo también) que se le quedó pegado a la poesía luego de los 60.

Desde los 90 hasta los poetas novísimos, no se consigue discernir un estilo de época que aloje y permita juicios comparativos. Si encontramos una contaste en la poesía peruana de los últimos decenios sin lugar a dudas esta la constituiría el desencanto. Lo que varía es el modo a través del cual se manifiesta. Si en los años 80, cuando aún sobrevivía la urgencia del poema, éste fue denunciado, con una conciencia del contexto político-social (Kloaka). Tiempo después el poeta busco salvarse del mismo aferrándose al lenguaje como tabla de salvación. Un ejemplo de ello está en la denominada vuelta al orden (circa 1988-1992) a través de los textos de Frisancho, de Quijano, y de Echarri. Por ello no sorprende que una de las líneas predominantes en los años aurorales del nuevo Milenio sea lo culterano.


El pandemonium de la culteranidad

Es erróneo creer que la manifestación de lo culterano represente un producto made in post-2000. Lo que se aprecia con la aparición de poetas como Vélez, Melgar, Trujillo es la conquista de un espacio propio del barroco en nuestro variopinto imaginario. Lo que debe aclararse es que esta tendencia ha venido arraigándose desde hace casi un decenio atrás con los libros de Rafael Espinosa: Reclamo a la poesía (1996), Fin (1997), Geometría (1998), Pica-pica (2002) y Book de Laetitia Casta y otros poemas (2003) como con Profeta El Cielo de José Pancorvo, Ello de Gabriel Espinoza o el volumen work in progress de Rosario Rivas, Octava Raíz. Con estas menciones no pretendo endosarles la factura de precursores de esta repolitización lingüística.

Uno de los méritos del diálogo entre Mirko Lauer y Mario Montalbetti, Post-2000. Nueva Poesía Peruana (Hueso Húmero N·45), es que el intercambio de opiniones reabre el diálogo en medio de tanto berrinche, diatriba, encono y plañidera dentro del "clima confuso y malevolente" que parece contaminar las escasas hectáreas de nuestro espacio poético. Y como no se trata de "cosa juzgada" la lectura que hacen ambos de los sismógrafos literarios se constituye en una relatividad más que de un catastro poético pormenorizado (Montalbetti dixit), hecho que nos permite terciar en él sin ánimo de enmendar la plana.

Entre los poetas citados, efectivamente en su mayoría inéditos hasta entrar al nuevo Milenio se consignan nombres conocidos, y con bastante anterioridad, en la escena poética local, p. e los Mendizábal (Bruno y Raúl) y Frido Martín. Éstos a diferencia de Vélez, Trujillo, Melgar o Yrigoyen, se forjaron próximos a las canteras del Movimiento Poético Kloaka, así como Crisólogo, a diferencia de Murruraga, constituye un referente dentro de las estadísticas de los años 90 por su participación protagónica en el colectivo Noble Katerba.

Entonces un primer hecho "distinguible" entre los post-2000 se da en la coexistencia de creadores transgeneracionales con la de los novísimos, convivio que refuta la jurásica clasificación generacionalista. Si rastreamos las poéticas de los citados, salvo en Crisólogo y Bruno Mendizábal, veremos que todos, en algún momento, ostentan un gesto culterano.

Este segundo hecho relativiza la inauguración de una tendencia hacia lo barroco, pues, como decía esta ya estaba presente. Pese a lo observado considero que sí, lo culterano en su manifestación barroca o neobarrosa, se constituye en una de las expresiones dominantes. Esta neoculteranidad si bien puede vinculársele con lo íntimo/cotidiano (Martín) hasta con lo metafísico (Espinosa en Geometría) no representa un sello colectivo. Hay un abismo en como Espinosa asume el barroco, con un preciosismo adanista, pero acriollado, al que muestra Frido Martín cuyo libro Naufragios, desde mi perspectiva es una manifestación de un barroco subvertido donde quiebra los límites expresivos entre lo cultista y lo popular, amén de imágenes cachacientas, casi bufonescas, ornamentándolas con escenas dignas de un filme soft porn, en una de las expresiones más innovadoras de los últimos años. Otro barroco emparentado con los novísimos es José Pancorvo quien en su libro protomístico, Profeta El Cielo, apela a citas impresas en caracteres griegos y latinos. Pancorvo es desconcertantemente original. Sus epígrafes en lenguas clásicas se entrecruzan con otras de "iconos de cono", como por ejemplo el grupo "Guinda". ¿Profeta el cielo es un scherzo retórico o una manifestación de la posmodernidad periférica? Creo que el tiempo lo sitúa más en este ámbito. Considero estas tres líneas expresivas: Espinosa-Martin-Pancorvo como el génesis del ¿neobarroco o neobarroso? cultivado entre los emergentes, donde destaca el binomio Vélez-Trujillo. Si hay algo interesante en estas formas culteranas es que no zanjan la diferenciación de lo hispánico con lo latinoamericano. En todos los citados vislumbramos un sello o marca de patente que elude el peligro un de un retro lingüístico hasta conformar unos neo50, cuyas posibilidades estéticas resultan hoy un callejón sin salida.

Se pregunta Lauer: ¿Es sintomático de algo que los poetas post-2000 no hayan sido arrinconados en la prolongación de alguno de los esquemas de clasificación poética que conocemos? Nadie los ha generacionalizado, ni ellos han querido grupalizarse. Incluso los que editan revistas no se identifican a partir de ellas. Definitivamente es el final de la célula, la patota, la collera, la mesa de cantina, etc., pero tampoco parece haber mucho mercado para un lobo solitario. ¿Todo esto es bueno o malo? Es sintomático en tanto y cuanto se demuestra "que los esquemas de clasificación poética que conocemos" resultan obsoletos. Si éstos agonizaban en los 90 merced a la diversidad consagrada, desde los 2000 son inaplicables, desde el convivio de los transgeneracionales con los poetas jóvenes. Por otro lado, la relación del poeta con el contexto histórico-social ha sido desplazada por la relación del mismo con el lenguaje lo que sí, parcialmente es el final no de la célula, mas si de las "colleras". Como alguna vez señalaba Carlos López Degregori si la poesía sobrevive es gracias a la existencia de clanes antofágicos conformados en su mayoría por "informales" que se leen unos a otros. Ahora, volviendo a lo estrictamente poético (¿tuvo alguna vez un mercado?) Hay un libro que me llama la atención puesto que manifiesta ese sentir de barrio con patota de esquina clasemediera: San Felipe blues.


Algunos libros aurorales

El San Felipe Blues de Bruno Mendizábal constituye un conjunto de textos que muestran al barrio como una ínsula dentro del fenómeno de la globalización. Esta reivindicación más que celebrarse desde órdenes sociales se forja vía la relación de la mirada del poeta- de tono evocativo- con las imágenes, personajes (The eternal boys, Pinball queen) y momentos en los que BM asoma como el viejo Bardo del clan. Lejano a la órbita culta Mendizábal blusea en el pasado/presente desde una locación específica, cierto. Pero más que retratarla la sublima, la mitifica a través de conmovedores fotogramas que vía la Residencial terminan por retratarlo. En medio del cambalache auroral a la novel Tilsa con su Mi niña veneno en el jardín de las baladas del recuerdo.

Si el culteranismo exige de cierta pericia lingüística, si el evocare en los Mendizábal's blues exige de una capacidad sintética para perennizar instantes efímeros, el libro de la joven Tilsa, aparece como un híbrido entre el kitch y el pop, con algo fresa. Tilsa tiene como mérito vindicar la presencia de Luis Hernández, inspirador del tono que imprime la autora en cada uno de sus textos. Su confesionalismo /intimista, casi naive posee un gran mérito: asumen una rúbrica personal ajena al anacrónico grito emancipador de las mujeres-gárgolas de los años ochenta. Con Tilsa, como con Podestá, Murruraga y Tenorio, la mujer en este nuevo mileno recuperó la rúbrica que, decenios atrás, se sacrificó en pro de la lucha de géneros, aún con la anuencia y apoyo de sus pretendidos contrincantes.


Otro libro que llama nuestra atención es el de José Carlos Yrigoyen, El libro de las señales, quedando pendiente una relectura de Leslie Gore en el Infierno. Yrigoyen establece una narratividad conceptual vía la ilación de imágenes, en unicidades poéticas de largo aliento la que le permite, a lo Berryman, la inserción de diálogos y giros coloquiales fragmentarios que dotan a su discurso de registros polifónicos. Su discurso, si bien puede emparentarse con el proyeccionismo olsoniano, se pluraliza entrecruzando referentes (desde Jorge Pimentel y Mario Montalbetti hasta el de Robert Duncan), los que se diluyen forjando otras tonalidades en un libro que, más que un producto, encarna una nueva propuesta. La lección que nos brinda Yrigoyen es la del equilibrio - propio, como diría Montalbetti: de quien no tiene nada que ganar, a lo que añado, pero sí mucho por conquistar.

Una omisión que me sorprende en el diálogo Lauer-Montalbetti es la de Jerónimo Pimentel. El autor de Marineros y Boxeadores consigue un libro de notable consistencia estructural en donde el yo poético está sujeto a una serie de desplazamientos hasta constituirse en su negación. La individual singular se desplaza a otra, colectiva trasladándose por diversos espacios y recontextualizaciones. Hay una intención voluntaria, lúdica e ingeniosa por autonegarse como autor de los poemas reunidos: Yo no soy/ el que escribe estos versos /Yo no soy /un vuelo de escarabajos/ proclama que /Yo no soy/ el que escribe estos versos ("Vu310 d3 35c4r4b4j05).


La patente post-2000

Si buscamos abordar, con subjetivismo y relatividad el espectro post-2000 habría que agregar otro aspecto. El desbordamiento discursivo y babélico de los 90 es proporcional a la aparición masiva de pseudocolectivos en estos años inaugurales: Para 2003, existían solo en Lima más de siete grupos literarios encargados de difundir sus propias obras e ideas a través de manifiestos, panfletos, trípticos y plaquetas. Surgidos de las universidades Católica, San Marcos y Villarreal, estos noveles escritores no tenían otra forma de ver impresa su poesía que mediante la colectivización, que no implicaba, salvo alguna afinidad estética relativa, un programa ideológico compartido. La finalidad real era la publicación, llenar un vacío instaurado por la grosera falta de editoriales que miren con interés la poesía, producto esto, tal vez, de una displicencia social que no existía hace algunas décadas. Los nombres de estos grupos eran: Sociedad Elefante (poseían incluso un programa de radio en 1160, "La Divina Comedia", dirigido por Miguel Ángel Sanz Chung y Moisés Sánchez Franco), Segregación, Coito Ergo Sum, Cieno, El Club de la Serpiente y Colmena(2) . Como bien apunta Pimentel estos "conglomerados" carecían (y los que sobreviven carecen) de un programa ideológico compartido. Más allá de sus bondades literarias o no su existencia resulta lo más similar a las "juntas" o "panderos" reunidos con el sueño del libro propio.

Es lo contrario a otro hecho que consideramos sustantivo, y del cual tradicionalmente se prescindía: la apuesta por la edición de libros- objeto donde se unen aspectos conceptuales/ textuales/ visuales. Arturo Higa Taira, como también lo señala Jerónimo Pimentel, se encargó, asumiendo el trabajo de producción editorial, de dotar a sus poemas de un plus significativo, elaborando el diseño del poemario de tal forma que el libro como producto alcanza su más alto grado comunicativo, que es de lo que finalmente se trata, tal como ocurre con el sello argentino VOX (Bahía Blanca), El Álbum del Universo Bacterial, dirigido por Arturo Higa ha publicado ya cinco libros de poemas en tres años, pues al suyo (cieloextenso) se añaden Lima 11 (2002) de Francisco Melgar, San Felipe Blues (2004) de Bruno Mendizábal, Lugares prácticos (2004) de Emilio J. Lafferranderie, y Mi niña veneno en el jardín de las baladas del recuerdo (2004) de Tilsa (volumen que más allá de sus bondades literarias va por la segunda edición, lo que en libros de poesía podría considerarse como un best-seller) Me pregunto, ¿es esto sintomático?¿De qué?

Que sea el tiempo, en lugar de la especulación, quien nos señale el derrotero por el que encausará la poesía peruana, ésta, la que reclama existencia mientras se viene gestando.