lunes, 7 de julio de 2008

EL QUINTO ELEMENTO

El quinto elemento / Gabriel Espinoza Suárez



“Si divididos por el espíritu de las nieblas o un sueño inconcluso, tratamos de precisar cuando asumimos la poesía, su primer peldaño, se nos regalaría la imagen de una primera irrupción en la otra causalidad, la de la poesía, la cual puede ser brusca y ondulante, o persuasiva y terrible, pero ya una vez en esa región, la de la otra causalidad, se gana después una prolongada duración que va creando sus nudos o metáforas causales.”
José Lezama Lima



Voy a hablar del Quinto Elemento, en reemplazo de la disertación que había prometido a Rosario Rivas (que debía tratar sobre la activación lúdica del texto: la textualidad como (des) arreglo.)

Para empezar por el principio declararé sobre qué llamo El Quinto Elemento.

Hace poco soñé que mi esposa ponía cinco huevos, dos blancos y dos morenos. El quinto huevo no aparecía en el sueño, es decir no había imagen para él. Suena absurdo ¿no? Pero les aseguro que soñé que mi esposa ponía cinco huevos y que la prueba contundente de todo ello es que vi cuatro de ellos. Es decir, que cuatro eran verdaderamente cinco. Para mí, esa certeza se llama Quinto Elemento. Quinto Elemento es el nombre que yo pongo no al huevo que falta sino a un fenómeno psicológico y metafísico según el cual existen conjuntos conformados indistintamente por objetos reales o imaginarios en los que por definición uno de sus elementos está ausente y la realidad, la fe o el sueño se encargan de crearlo en otra dimensión.

Empecé estas palabras aludiendo al sueño que tuve. Sin embargo, debo hacer una aclaración. Como ustedes sabrán es muy difícil contar los sueños sin traicionar las delicadas imágenes de la que están hechos y por eso no me voy a ocupar en esta ocasión de contar el sueño en el que mi mujer puso cinco huevos. Y ello porque proyectada contra el universo esa frágil tela de araña se asemeja a una escena astrológica. Y porque de manera instintiva sé que debo aguardar a que los polluelos rompan el cascarón. Es una espera inaudita que me impongo. Lo sé, pero así es de precisa la poesía, y yo la escribo esperando que aparezca el Quinto Elemento.
Como escritor, muchas veces me he propuesto sacar en limpio algunas reflexiones sobre la escritura. En vano, no son sino meras hipótesis. Hasta ahora no he podido extraer más que un puñado de imágenes hechas de trocitos, tal como sucede con un caleidoscopio o con los fragmentos desperdigados de un enorme jarrón chino que se estrelló en el piso en la infancia.

El ejemplo del caleidoscopio es ya conocido y su popularidad me releva de tomar más tiempo contándoles una historia que como dice mi abuela es “pan frío”.

Sin embargo podemos jugar con la otra imagen el juego diurno de las tensiones entre memoria e imaginación. Imaginémonos que la memoria está volcada como un cilindro de basura. Es una constelación arqueológica. Y yo encuentro el jarrón roto de la infancia. Es chino, como sabemos. Pacientemente lo reconstruyo pieza por pieza sobre un banquito en el garaje y al acabar el trabajo puedo leer en la superficie blanca esmaltada un dibujo a pincel. Es una procesión de niños con faroles de luciérnagas. Guiados por la precisión del artesano el jarrón describe a un grupo de chicos que se dirige en alegre comparsa rumbo a la cumbre de una gran montaña, pero si giramos nuestro ángulo de visión alrededor de la reliquia aproximadamente veinte grados más a la izquierda veremos que el grupo no se detiene en la cima sino que la procesión prolonga su recorrido; imperceptiblemente ahora lo hace en descenso hacia el valle. Ahí está el cambio, que sin embargo, no es percibido como disrupción. Hay un efecto maravilloso de movimiento que no ocurre en la realidad sino que lo recordamos. Por eso seguimos de memoria la órbita del jarrón y llegamos a la idea de una marcha que continúa eternamente, como si se tratara de la danza de la famosa serpiente de dos cabezas. Reminiscencia. Símbolo de eternidad. Aquí se produce un salto en la percepción, pues nos hemos topado con un collar de gemas relucientes sostenidas por una filigrana animada que se acuesta sobre el blanco pecho de la montaña. Escrutamos la apacible cima y las ramas de sauce ahora semejan las pestañas de un rostro femenino. Es entonces cuando el jarrón empieza a cambiar serenamente de signo. Se vuelve un retrato y un paisaje. En nuestra memoria habita la imaginación como una serpiente de dos cabezas y si deseamos intensamente una escena de la infancia esta nos muestra desconocidas intermitencias, brillos e iluminaciones que se evaporan en un solo obelisco frente a los ojos.

Sin pretender erigir una teoría al respecto, estoy convencido de que en el precario presente esa trascendencia del Quinto Elemento se puede leer y escribir. Es decir, se puede compartir. Me excuso de hablar de la infancia ante ustedes porque estoy seguro que cada uno sabe dónde atraparla.

Nadie se mueva.