viernes, 25 de julio de 2008

DE INCENDIOS Y REGRESOS IMPOSIBLES

DE INCENDIOS Y REGRESOS IMPOSIBLES: UN NUEVO POEMARIO DE VICTORIA GUERRERO / Susana Reisz


Guerrero, Victoria. Ya nadie incendia el mundo. Lima: Estruendomudo, 2005.



Crítica literaria. Palabras sobre palabras. Bordar un mantel para recubrir otro mantel de diseño menos visible. ¿Tarea de afanosos sin imaginación? ¿Pero por qué reflexionar sobre lo imaginado por otros habría de ser menos valioso que imaginar para que otros reflexionen? La llamada crítica ¿no será otra manera de contar historias? El amor se manifiesta en ellas bajo otra forma. No es la obsesión de una persona por otra. O sí, pero de otro modo. Es la obsesión por lo que cierta persona dijo a través de una voz que quizás no fuera la suya.La obsesión por descifrar qué hay detrás de unas palabras doblemente ajenas. Tarea de locos. Como si hubiera un detrás discernible y explicable. Como si esas palabras, más ajenas cuanto más se las mira, no fueran autosuficientes. Pero ¿lo son? ¿No es que siempre estamos buscando qué hay detrás de toda palabra? Pues si no hubiera un detrás, tampoco habría ninguna esperanza de vencer al olvido y a la muerte.

No me es fácil escribir sobre lo que me hace un fuerte impacto estético y emocional porque la reflexión crítica proyecta sobre el objeto del placer la sombra de una guillotina (o de una mano blanquísima demasiado pura). El potencial liberador de la lectura se desvanece y comienza la lucha por modelar una materia resbaladiza, con frecuencia inasible.

Tengo la sensación de que la mayoría de los críticos de poesía –allí incluidos los críticos-poetas– resuelve el problema con prontitud y destreza. No es mi caso. A mí me resulta muy penoso separarme de las voces que amo y con las que me identifico hasta arriesgar mi indi¬vidualidad. Para que esto último ocurra no es imprescindible que se trate de una voz de mujer. Sin embargo, tengo que aceptar que la identidad de género aumenta el riesgo.

Tal vez por ese motivo añadido Victoria Guerrero me obligó a volver a nacer. Me acaba de ocurrir, en otro siglo, en otra ciudad y en otro hospital (uno mucho más moderno que la modesta clínica del barrio de Caballito en la que mi madre me dio a luz, pero no menos siniestro que casi todos los hospitales en los que estuve o imaginé estar a lo largo de mi vida). Esta vez fui consciente del dolor y del horror de salir del vientre materno arrancada por unos garfios (en la jerga médica los llamaban ‘forceps’) que aplastaron mis sienes y deformaron mi cabeza hasta volverla una pera con una nariz aplastada al centro. Volví a llorar y a gritar y a conjurar el regreso a lo cálido y a lo blando. Volví a repetir el llanto y el grito hasta que enronquecí y se me fue la voz. (Me contaron que así fue mi primera noche). Yo no nací sietemesina ni estuve en la incubadora pero las palabras de Victoria Guerrero me hicieron volver a sentir la presión de los garfios:


una sietemesina debe morir
o soportar las garras de una máquina-madre



*****


Ya nadie incendia el mundo se abre con dos epígrafes, el uno testimonial y el otro poético, que dan el tono y la temperatura afectiva de todo lo que sigue. Ambos anuncian de manera lacónica y brutal el ingreso en un mundo marcado por la injusticia y la pobreza, por horrores reales e imaginarios, por el sufrimiento físico y la angustia existencial. Las voces de Asunta, mujer de Gregorio, y de Alejandra Pizarnik forman un extraño canto amebeo con inflexiones de ritual primitivo, en el que la una arranca el cordón umbilical del hijo como si fuera una pita y la otra se atraganta con sus muertos.

A ellos les sigue un poema-epígrafe o poema-prólogo de la autora, impreso en la cursiva de los epígrafes anteriores, como para sugerir un registro diferente. Las letras traen consigo una callada instrucción de lectura: decirlo/cantarlo en voz más baja o más alta, más grave o más aguda, más monótona o más expresiva. Leerlo de un modo que tome en cuenta la diferencia y que retroactivamente ponga ese poema en relación con todos los demás discursos/cantos en los que reaparezca la cursiva. Se abre así una corriente tonal intermitente, que vincula el escueto proemio con dos breves textos distribuidos a la manera de interludios (p. 47 y p. 59) y con el último poema de la serie. En todos ellos la cursiva marca el tono menor de la elegía.

El primer verso del proemio, hoy día estamos solos, introduce un tema universal en el estilo de Quasimodo –un tema evocador de aquel tremendo Ognuno sta solo sul cuor della terra–, que se mostrará más adelante en variaciones cada vez más personales y emotivas.

En el primer interludio la vivencia colectiva de la obertura, caracterizada como nuestra soledad, se metamorfosea en el desamparo de una niña grande que, a semejanza del niño grande del final de Trilce III (No me vayan a haber dejado solo/ y el único recluso sea yo), se compadece de sí misma:


y otra vez me han dejado sola
solita en medio de un campo vacío


(p.47)


El tema de la soledad individual, que reaparece en el primer verso del poema de cierre (sola en medio de un campo vacío, p.81), se entrelaza en las cuatro secciones del canto serial elegíaco con un segundo tema obsesivo, el de los sueños atrozmente quebrados por una violencia ciega, encarnada en unos policías a la vez reales y oníricos:


y la muerte
es un bus ardiendo
y unos polis
pateando nuestros sueños

(p.11)


otra vez ingresa la policía de los sueños
con su gorrita de borceguí
y todos se van corriendo

(p.47)


y salí y llegué a casa
atravesando mi propia oscuridad
mientras la policía de los sueños
arrastraba
los últimos muertos

y nadie lloró

(p.81)


Las dos últimas líneas (del poema que antecede y del libro) abandonan inesperadamente el doliente tono menor de la elegía para concluir con una despedida/dedicatoria/profecía en el tono mayor de la letra redonda:


con esperanza
victoria


*****


La voz de Victoria, que es también la voz de la victoria sobre la adversidad –los cambios gráficos nunca son banales en este libro–, incita a una respuesta coral con intensidad e impaciencia desde las primeras palabras del primer texto en redonda, “lima / año cero”:


voy porfiando tercamente garabateando una
escritura que no sana el cuerpo explota
revienta en miles de pedacitos de odio ¿los
quieres? recoge uno tras otro con cuidado
para que no te hieran y luego a la basura sin
lágrimas

(p.13)


No es una voz que cante los dolores de la carne y del alma con delicada resignación. Su tesitura dominante es la ira, el asco, la desesperación, la feroz resistencia, la enconada rebelión contra la enfermedad, la separación y la muerte. Gracias a la amplitud de su registro, que le permite incluir las vibraciones del grito inarticulado, esta recia voz de mujer es capaz de conjurar lo no simbolizable –el retorno a algo anterior al yo, el reingreso en la nada– mediante la tenaz repetición de significantes con fuerte lastre emotivo. Sostenidas por su energía, las palabras de la poesía trascienden los límites de la autodesignación para dispararse, como encendidas flechas de un arquero ciego, hacia el hueco negro de lo innombrable, lo irrepresentable, lo inimaginable. La belleza de la poesía es aquí el regreso a la elementalidad de un sonido que quiere ser palabra pero que al mismo tiempo se resiste a convertirse en señal de la ausencia o en mero nombre del objeto anhelado:


MADRE MADRE MADRE

MADRE MADRE MADRE

es el único sonido que puedo pronunciar

(p.19)


Como si se tratara de una notación musical, las mayúsculas de MADRE dibujan un sonido-grito y la imagen alucinatoria de un cuerpo materno vuelto para siempre inaccessible. Esa alucinación primordial, que se adueña totalmente de la niña recién expulsada del paraíso y confinada a una incubadora por unas abominables manos enguantadas, se combina a lo largo del libro con las crudas imágenes de una nueva realidad –la destrucción del seno materno por el cáncer– y la fantasía primaria del retorno a un pecho nutricio ahora doblemente negado, doblemente alejado de lo real:


sobre el seno que chorrea leche
blanquísima
no queda sino un vacío una cicatriz para acariciar con nostalgia
y los labios de una recién nacida que succionan un pezón sin piedad

(p. 65)


La autora exhibe –vocea– el tejido palimpséstico de su escritura a través de epígrafes y de citas fragmentarias que señalan una genealogía literaria ecléctica y sugieren la adhesión a una ideología que ve lo privado y lo público como dos caras de lo político. Con gestos llamativos e inflexiones claramente marcadas, la voz que susurra, canta o grita cada poema declina el privilegio de una universalidad asexuada y carga humildemente –¿u orgullosamente?– el pesado lastre del género.

Reentonando las preguntas de Alejandra Pizarnik, Victoria Guerrero hace suya la angustia de construir un nuevo lenguaje, el de una modernidad femenina en el duro trance de nacer, utilizando el cadáver de palabras totalmente exangües a fuerza de manoseo lírico universalista: si digo agua ¿beberé? / si digo pan ¿comeré? ( p. 29).

Sumando su voz a la de Carmen Ollé revive el dolor y la audacia de ensuciar el territorio de la poesía peruana con el sangriento rastro de un cuerpo de mujer que, como el cisne de Delmira Agustini [1], contamina la armonía de lo puramente simbólico con la cruel banalidad de lo real: después de masturbarme quería llorar de miedo y de vergüenza (p. 27).

La exacerbada conciencia de la propia vulnerabilidad, la hipersensibilidad para el dolor físico y moral (propio o ajeno) y la empatía con las víctimas –notorios rasgos vallejianos–, coloran intermitentemente el poemario con los tonos menores del niño desamparado, del hambriento (de comida y de afecto), del huérfano-con-madre, del culposo por vivir, del melancólico de alma hembra. Todas esas entonaciones humanas se expanden a modo de rizoma por los intersticios del sombrío canto de Guerrero (¡qué oportuna fuerza connotativa la de este apellido!) a la manera de ecos lejanos de una poesía que domina todo el escenario desde su distancia olímpica. En momentos de clímax la presencia fantasmagórica se materializa en forma de cita literal [2], como en el ruego al padre que avanza sin detenerse hacia la línea de fuego :


-no mueras te amo tanto

(p. 31)


*****


La mayoría de los poemas evocan la violencia cotidiana y el padecimiento colectivo de los años ochenta y noventa como el escenario en que se desarrolla una historia personal marcada desde el inicio por el miedo (“te quiero como sólo una sobreviviente/ puede querer/ CON MIEDO DEL MUNDO”, p.22) y por el deseo de ser valiente (“entubada desde el nacimiento/ ahora no tengo miedo/ NO TENGO MIEDO/ ¿escucharon?”, p. 20). Una historia en la que el DESARRAIGO, así con mayúsculas, es al mismo tiempo experiencia fundante del yo (“tomo la parte que me corresponde/ la parte del/ DESARRAIGO/ que le debo”, p.24) e inescapable destino, generador de extrañamiento y ansiedad –sentimientos que se cantan en el tono elegíaco de la cursiva:


aquí/ allá
tal vez sea el mismo lugar
lima / n. york –leo en mi ticket
viene la noche y los días pasan y las noches se hacen interminables
aquí o allá

(p. 35)


Palabras reforzadas o debilitadas por diversos tipos de letras, por variaciones del negro al gris, por guiones, por recuadros o por alteraciones de tamaño y formato componen una extendida partitura verbal de ritmos impredecibles, pautada por silencios de distinta medida y por frecuentes cambios tonales. Diseño gráfico y notación musical se asocian eficazmente para interpretar/mimetizar las más variadas formas del terror: la brutalidad de asaltos armados o de manipulaciones médicas; el pánico de atravesar una lluvia de balas o de ser tirada a una fría camilla; el espanto de ver cadáveres descompuestos como saldo de guerra o el tajo del cirujano en un cuerpo vivo y sufriente; el dolor de ser arrojada al mundo antes de tiempo o de contemplar el seno cercenado de la madre –“el seno sersenado”, garabatea la niña asustada que vive dentro de la adulta (p. 32)– y ver pasar la danza de la muerte muy cerca de los seres queridos.

Dead can dance (“los muertos pueden danzar”) es el título de un álbum de la cantante australiana Lisa Gerrard y el nombre del cuarteto del que ella formaba parte a comienzos de los ochenta. La cita fragmentaria, a modo de epígrafe, de una de sus letras (Llevar el dolor hasta el punto de iluminación, p. 45) dota al libro/partitura de un anclaje expresamente musical-popular, como para contrapesar el tono mayor de las otras voces modélicas cuyos ecos resuenan a lo largo de sus páginas.

Una de ellas, quizás la dominante, es la de Blanca Varela, quien había sido convocada ya en un epígrafe de la poesía primeriza de Victoria Guerrero: “Ve lo que has hecho de mí, la madre que devora a sus crías” [3]. Lo extraño –y también lo fascinante para quien trata de reconstruir las laberínticas andanzas de una imaginación poética– es descubrir cómo las palabras inmediatamente anteriores a las de la cita del “Vals del ángelus” vareliano: “la de la herida negra como un ojo bajo el seno izquierdo”, se pueden leer como la borrosa fuente de algunas de las imágenes-ideas más intensas y constantes en los dos últimos libros de la joven autora [4].


*****


El seno herido de la madre y el alucinante ojo/oquedad del origen, esas dos visiones obsesivas que contienen, articulan y dan nombre al caos emocional de Ya nadie incendia el mundo, están presentes ya en El mar, ese oscuro porvenir [5], un título que sugiere retroactivamente el revés de la imagen del gran incendio (cifra tanto de creación como de apocalipsis).

Como avatar invertido de Palas Atenea –la diosa nacida de la cabeza de su padre sin intervención femenina–, la voz poética de El mar, ese oscuro porvenir se autoproclama nacida del mutilado pecho materno:


hay una niña sietemesina que nace hoy de la axila de su madre

(p. 15)


La poderosa síntesis de esas dos imágenes de devastación (la de una niña prematuramente expulsada del cuerpo materno y la de un tejido enfermo extraído por la mano del cirujano-carnicero), trasluce un sentimiento de culpa que se hace todavía más notorio en la implícita conexión causal entre la partida de la hija a tierras extrañas y la enfermedad de la madre:


he viajado toda la noche
hacia un país cuya lengua desconozco
y se han abierto profundas heridas en el seno de mi madre

(p.16)


En uno de los poemas más intensos y más originales de El mar, ese oscuro porvenir la imagen onírica de una feroz rata tuerta, con un ojo rojo de mirada taladrante y un ojo vacío que atrae hacia el fondo de un abismo oceánico, lo líquido-oscuro entra en mística unión con lo ardiente-luminoso. El mar del pasado y del futuro, el mar del origen y del regreso a la nada se muestra allí como el reverso figurativo del inconmensurable big bang del nacimiento:


el ojo de una rata me observa
su único ojo rojo me mira
y yo miro la oquedad de su ojo izquierdo
por ese hoyo tal vez se pudieran entrever
otros mares de arena otras orillas
como la primera orilla de la que partí:
en el ojo de fuego de mi madre
entonces todo volvería a arder
el agua el ojo el fuego

(p. 24)


A lo largo de El mar, ese oscuro porvenir –un libro en muchos aspectos preparatorio de Ya nadie incendia el mundo– el fuego y el agua, ambivalentes cifras de vida y de muerte, aparecen frecuentemente enlazados como si fueran intercambiables:


sueños que atraviesan mi corazón como llamas
enormes
de fuego y de agua

(p.31)


El mar –este mar personalísimo y algo siniestro de Victoria Guerrero– deja percibir una vez más, a la manera de corrientes en profundidad, unos ecos distantes de la voz vareliana de El libro de barro y de Concierto animal. El rumor de agua inquieta es en ambos casos un signo contradictoriamente dual, en el que confluyen solaz y amenaza, protección y agresión, el plácido edén del líquido amniótico (“aguas placenteras mares de/coral sobre tu pecho deforme”, p.14) y el golpe ciego de la ola, el mar como fuente de vida y aquel mar de Jorge Manrique “que es el morir”.


*****


El fuego –esa otra cara del agua en movimiento– el fulgor y el ardor de la llama, lo quemante y lo hirviente se asocian desde el primer libro con lo más intenso del sufrimiento moral:


Pero
¿qué puedo hacer
con este dolor que hierve
entre mis dedos?


se queja amargamente la bíblica Marta, a quien le está negado el privilegio de ver al Hijo de Dios de cerca (De este reino, p.21).

En El mar, ese oscuro porvenir esa misma imagen alcanza un punto extremo de intensidad y de saturación casi-redundante en los versos “y la quemante despedida/ que hierve como fuego entre los dedos”. Con ellos se cierra un hermoso poema que entreteje fantasmagorías y visiones ‘reales’ de carne desgarrada y torturada (unos dedos que se hunden sin piedad en una cicatriz, unas sanguijuelas adheridas a una herida interna) para transmitir lo inefable: el doble corte del destierro y la separación amorosa.

En ese texto, que lleva el poco pretencioso título “despedida”, asoman tenuemente, a la manera de las capas más antiguas del palimpsesto, una hoja de afeitar y un verduguillo que abren surcos sangrientos en las piernas (los del “Tercer intento” de Rocío Silva Santisteban) [6] y la roja pulpa de un perro desollado (el sueño que le revela a Blanca Varela su propia identidad en “Secreto de familia”) [7].

¿Habrá que ver en el cuerpo doloroso –Corpus Christi en clave genérica femenina– uno de los rasgos fundantes de la experiencia estética? Así parece sugerirlo este involuntario coro a tres voces en el que las diferencias de personalidad artística se neutralizan en la común concepción de la poesía como despiadado ejercicio material del cuerpo-palabra. Un ejercicio que llevado hasta sus últimas consecuencias obliga a clausurar la obra poética con el más radical de los silencios: la autoinmolación por el agua –Alfonsina Storni– o la autoinmolación por el fuego –Josemari Recalde.


*****


En uno de los poemas más estremecedores de su último libro, aquél que lleva el título “pabellón 7A/ sacrificio”, Victoria Guerrero exorciza una vez más a su agua y a su fuego –el agua y el fuego de sus ensoñaciones y de sus pesadillas– para construir con ellos un mito personal de poderoso efecto catártico, un mito que parece contradecir la declaración liminar “voy porfiando tercamente garabateando una/ escritura que no sana el cuerpo” (p.13).

Varios son los torturados cuerpos cuyas formas se insinúan y se confunden a lo largo del poema: el de una niña prematura, el de una madre enferma, el de un herido que arrastra su pierna y el cuerpo en llamas de un poeta suicida. Sus indecisas sombras se proyectan sobre una pantalla que es al mismo tiempo sucia sábana de hospital, camilla bajo la enceguecedora luz del quirófano, incubadora o pared ardiendo. La orquestadora-protagonista de la danza ritual –hija y madre en una misma cicatriz que no se cierra– realiza una reverencia al poeta en trance de inmolarse:


un fuego esplendoroso me obliga a levantarme
alguien incendia su cuerpo en medio de la noche
un poeta se agita en llamas de su propia orfandad
su casa es un gran desaguadero de sueños y sombras

(pp. 63-64)


La descripción del sacrificio –un festivo sacrificio juvenil, recalcará una imprecisa voz narrativa– no llega, sin embargo, a adquirir un tono celebratorio. El pathos de la evocación se detiene en el umbral de un pero al que le siguen un silencio y un cambio de letra:


pero

YA NADIE INCENDIA EL MUNDO
NI SIQUIERA TÚ

(ib.)


La afirmación “YA NADIE INCENDIA EL MUNDO” –esa enigmática frase que da título a todo el libro– sugiere un cuestionamiento del alcance y el sentido (¿político?) del sacrificio individual y, al mismo tiempo, una cierta nostalgia de apocalipsis. Si “el sonido está en la letra” (como lo proclama Rodrigo Lira en una de sus artes poéticas), el sonido de estas mayúsculas, rotundo y voluminoso en su formato mayor, trae consigo vibraciones de melancolía y sutiles tonos de reproche.


*****


Pero ¿de qué incendio hablan el poema y el libro? ¿de una iluminación interna? ¿de una visión trascendental? ¿de una búsqueda de la verdad? ¿de una celebración de la belleza? ¿de una hecatombe universal? ¿de un fin del mundo tal como lo conocemos? ¿de un fin que podría prometer un nuevo comienzo redentor? Y ¿de qué mundo se está hablando? ¿del mundo ‘real’? ¿del mundo interior? ¿de una imagen del mundo? ¿del mundo de la poesía? ¿del mundo de las palabras?

Las preguntas y las dudas se multiplican cada vez que los ojos recorren esas letras y cada vez que los oídos sensibles a la música verbal captan su agitado rumor: ¿quién es ese TÚ cuya ambivalencia se resiste a la clausura con la misma tenacidad de la frase borgeana vi tu cara en la vertiginosa epifanía de “El aleph”? ¿El poeta suicida, la poeta desdoblada en autodiálogo, la persona más cercana a la poeta, todo lector potencial, yo misma en el momento en que leo el pronombre…?

Y por último: ¿quién habla a través de ese lamentar que atraviesa las mayúsculas? La poética de Rodrigo Lira [8] podría ofrecer una respuesta relativamente simple:


El sonido está en
la letra. La voz, escritor, se te da por
añadidura.


Sin embargo, si se lo aplica a Ya nadie incendia el mundo, el precepto pierde su tersura. Consciente de que en sus poemas se abren frecuentes brechas entre la letra y una voz que ni se le da “por añadidura” ni tampoco puede reconocer como propia, la poeta se cuestiona con angustiada lucidez la veracidad de su palabra y se impone una tarea de autovigilancia y castigo:


Mírate en un espejo no eres tú la que habla la que habla se
esconde bajo tus calzones y balbucea estira la mano y se escabulle
frente a una máquina de escribir flexible siempre dispuesta a
la corrección despréciala borra su estúpida poesía la necia
higiene de sus palabras

(p.30)


El conflicto entre el menosprecio por la inautenticidad de un discurso bien-construido –un discurso centrado en “el amargo corazón de una ortografía purísima” (p. 30)– y la necesidad de batallar con las palabras para hacerse dueña de una voz –“no puedo hablar/ cada palabra que pronuncio se encabrita” (p.29)– se manifiesta en múltiples variaciones a lo largo de todo el libro pero alcanza un punto de máxima tensión en el citado “pabellón A/ sacrificio”, texto que funciona como la columna vertebral de un cuerpo poético flagelado y expuesto a la mirada pública en toda su desnudez e indefensión. Allí luchan sin tregua el impulso a controlar a las palabras encabritadas para hacerles decir “lo que quiero” (p.29) y el terror a la retórica:


Iluminan mi cuerpo con una luz tan pura como sus manos
¿sera ésta la luz blanca siempre añorada?
¿la luz de la felicidad?
¿el rayo que se disolverá en siete colores y ahuyentará
el mal?
–o es solo un ejercicio más de toda esta retórica

(p.63)


El dilema no es de fácil solución. Cuando la batalla cuerpo a cuerpo con la poesía se vuelve demasiado penosa, la posibilidad más tentadora es volverle la espalda o matarla: “tirarla a un tacho de basura” o “coger la maldita mano blanca” –la mano enguantada que corta senos y arranca placentas, la mano invasora que hurga en el origen de la vida, la mano con vocación de cisne que teclea y corrige palabras para hablar de todas esas cosas– “y torcerle el cuello” (p.64).

Afortunadamente para sus lectores, Victoria Guerrero ha decidido seguir la pelea. Y no le importa que el precio de su audacia sea tener que volver a chapotear en barro y sangre, amasar lo sublime con lo abyecto, regresar al estado animal o compartir el placer del caníbal:


nadie te dijo aquí serás feliz en este paraíso
del hartazgo en esta profunda oscuridad que
pateas hasta hacerla sangrar y luego bailas
alrededor de ese líquido neguzco y maloliente
y lo bebes y chapoteas sobre él con la alegría
de una bestia

(p.14)


Blanca Varela concluye su Concierto animal –ese esfuerzo supremo por aniquilar la falsedad de la belleza–, con una sentencia que es a la vez testamento y vaticinio: se necesita el don / para entrar en la charca.

Victoria Guerrero tiene ese don.




Notas


[1] Y soy el cisne errante de los sangrientos rastros, / Voy manchando los lagos y remontando el vuelo. (Agustini, Delmira. Poesía completas. Madrid: Cátedra, 1993. p.254)
[2] Al fin de la batalla / y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre / y le dijo: “¡No mueras; te amo tanto!” (Vallejo, César. Obra poética. Edición de Américo Ferrari. México: Colección Archivos, 1988, p. 475)
[3] Guerrero, Victoria. De este reino. Lima: Ediciones Los Olivos, 1993, p. 33.
[4] Ve lo que has hecho de mí, la santa más pobre del museo, / la de la última sala, junto a las letrinas, la de la herida / negra como un ojo bajo el seno izquierdo. / Ve lo que has hecho de mí, la madre que devora a sus crías (Varela, Blanca. Donde todo termina abre las alas. Poesía reunida (1949-2000). Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2000, p. 99)
[5]Guerrero, Victoria. El mar, ese oscuro porvenir. Lima: Santo Oficio, 2002.
[6] Silva Santisteban, Rocío. Mariposa negra. Lima: Jaime Campodónico, 1993, p. 61-62)
[7] Varela, Blanca. op. cit., p. 115.
[8] Lira, Rodrigo. “Para D.T. el burro y la muerte se desnuda”. En: Sermón de los hombrecitos magenta, 1984. Véase una versión digital.



[fuente: Hueso Húmero 48, mayo 2006]